Armando Martínez de la Rosa

Palabras perdidas

Construir una lengua es acaso la creación colectiva más grande de una sociedad. Suele formarse a lo largo de los siglos, de milenios. Todas provienen de otras más antiguas, como el caso de la nuestra, el español, que se derivó del latín y luego se enriqueció, en el caso del que hablamos en México, con vocablos de otros idiomas como el árabe, el náhuatl y varios más de Mesoamérica luego de la hibridación con Europa. Al taíno ciboney que se hablaba en las islas del Caribe, le debemos vocablos como huracán, por ejemplo.

Ya cinco siglos atrás, Miguel de Cervantes tenía luminosa claridad respecto de los cambios en el idioma. Lo ilustra este diálogo con Sancho Panza en el capítulo XLIII de la segunda parte del Quijote, en donde se lee lo siguiente:

“Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de erutar delante de nadie.

“—Eso de erutar no entiendo —dijo Sancho.

“Y don Quijote le dijo:

“—Erutar, Sancho, quiere decir ‘regoldar’, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y, así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regüeldos, erutaciones, y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso.

“—En verdad, señor —dijo Sancho—, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.

“—Erutar, Sancho, que no regoldar —dijo don Quijote.

“—Erutar diré de aquí adelante —respondió Sancho—, y a fee que no se me olvide”.

El poder del vulgo sobre el idioma y el uso son la más profunda democracia en nuestra especie, qué duda cabe.

Y así como aparecen algunos vocablos, otros desaparecen por la falta de uso. En el caso del español que hablamos en Colima, muchas palabras han desaparecido por falta de uso o por esfumarse los objetos que nombraban.

Me referiré a una pocas, sólo a modo de ejemplo, que el habla colimota ha arrumbado en el cajón del desuso.

Hace medio siglo, a los delfines les nombrábamos toninas. Sabrá Dios en qué repecho del camino se quedó la palabra y se propagó en su lugar el vocablo delfín. En Argentina y Chile aún hoy nombran a dos especies de esos cetáceos toninas. En Colima ya no más.

A mediados del siglo pasado, hubo en México un luchador popular. Era bueno en su oficio y su gordura le valió el apodo de la Tonina Jackson.

Hace unos días, mi buen amigo Petronilo Vázquez Vuelvas publicó en Facebook la foto de una lagartija que ya se le ve poco. Preguntó quiénes conocían el nombre del bicho. Fueron pocos. Era un roño, como se le nombra en Colima, de apariencia escamosa que antes padecía mala prensa, pues se contaba que era venenoso. Eso es falso, es inofensivo para las personas y muy útil por la cantidad de insectos que devora.

Entre los mismos reptiles ahora urbanos está la cuija, vocablo colimote. Es una lagartija pequeña, de unos 10 centímetros de longitud y se distingue por la papada azul y anaranjada que luce cuando se detiene.

En el tiempo en que los paleteros pregonaban por las calles sus helados, a uno de estos, cubierto de chocolate y coco, le llamábamos esquimal. Para los niños de barrio como yo, era un lujo comprarlos, pues costaban 50 centavos.

Centavo es otro vocablo en vías de extinción. La depreciación del dinero lo reserva hoy a la contabilidad estricta. Antes, algo valía y con cinco centavos se compraban algunas mercancías. Tal moneda no se acuña desde hace muchas décadas. “Es de centavos”, solía decirse de alguien que tenía dinero.

Antes de que en Colima conociéramos las muchas variedades de aguacate que ahora abundan en el mercado, sólo se comía el aguacate criollo, mucho más grande que el Hass y de piel fina, semilla grande. Todavía hay árboles de criollo en algunas antiguas casas colimotas. Se vendía otra variedad de mucho mayor tamaño. Les nombraban paguas y gozaban de poca estima en las mesas. No hay más de esos.

Agoniza otro nombre, el de los coquitos babosos, como se les decía a los cocoyules o coyules, que para comerlos bien maduros se les roe la pulpa fibrosa y al final se rompe el hueso para obtener una almendra sabrosa. Las palmas de esa fruta aún se ven en algunos potreros de los valles de Colima.

¿Tiene usted edad suficiente para recordar qué eran las duritas? Se trataba de una tostada de tortilla de maíz frita, pequeña, que se vendía en la Piedra Lisa a 10 centavos la pieza, untada de frijoles, aderezada con col rayada y queso, sin carne alguna. Su sabor atractivo dependía de lo bien cocinada que estuviese la salsa de jitomate y un trozo de carne o hueso que aportaban sabor. No eran tostadas, sino duritas. Así, con el uso y el desuso, las lenguas cambian, se enriquecen o desaparecen. Nuestro español, hermoso idioma, está hoy más vivo que nunca gracias a sus hablantes, es decir, nosotros.