Armando Martínez de la Rosa
Los de la Mesa y la sangre derramada
Con una redacción que inútilmente pretendía difuminar el tamaño de la masacre de la panadería El Pichón, la Mesa para la Construcción de la Paz etcétera informó en un comunicado emergente que ya las instituciones de seguridad, toditas ellas, se aprestaban a buscar a los asesinos para llevarlos a la justicia, la impoluta justicia colimense.
La masacre de la panadería expone la cruda, cruenta realidad de Colima y del país, la muerte de personas inocentes que ejemplarmente trabajaban en la madrugada para proveer de panes a la ciudad desde antes del amanecer y para ganarse el suyo propio. La cultura del esfuerzo abatida por la intocable impunidad del plomo.
¿Cuáles han sido las respuestas desde hace años a la violencia y el crimen en México y en Colima? La invención lopezobradoriana de reuniones matutinas -bien madrugadores ellos, los reunidores- de los jefes máximos de la seguridad pública. Aquí, claro, había que replicar el método: las reuniones de coordinación de la Mesa para la Construcción etcétera. Plena inutilidad de tales encuentros como lo prueban los resultados, burocráticas asambleas para darse datos unos a otros de lo que todos ellos ya saben y no tiene la menor importancia. Llueven sobre mojado.
En el parto de los montes, de vez en vez nace un roedorcito, se informan entre ellos lo que ya saben: la captura de un traficante de poca monta, un bandido descuidado atrapado por casualidad, un infractor de medio pelo para abajo. Para eso sirven las pomposas, solemnes, hieráticas reuniones de la Mesa de largo y pretencioso nombre, la Mesa etcétera.
En las calles, la violencia persiste imborrable, incontenible. Los asesinatos, las desapariciones, las extorsiones, las amenazas, las denuncias de presuntos vínculos de tal o cual con los malandros de este o aquel bando. Vaya usted a saber si es verdad el dicho de unos y otros, pero ahí está puesto a la luz pública en parques, jardines, puentes, escuelas.
Los ojos colimenses ven pasar las patrullas de la Guardia Nacional que pretenden disuadir a los criminales que ya les tienen medidos los circuitos, los recorridos, los horarios de paso y saben, por tanto, en qué momentos nadie vigila. ¡Cuánta gasolina gastada sin beneficio!
Por aquí y por allá un asesinato hoy, otro ayer, los que han sido y los que vendrán. Y luego, en el punto alto de los crímenes, la masacre de inocentes, la sangre derramada, la reacción merolica de la Mesa para la Construcción etcétera y después el silencio, el aguardo del olvido, la demagogia de que trabajan por la seguridad y, cada que la ocasión lo permite, las cifras optimistas de que los homicidios han bajado 2 y tanto por ciento -¡oh, asústame, panteón!- en relación con tal mes y año previos. La colocación de los números a modo, como si la gente los fuese a leer y a creer. Y esa gente diciendo: “Sí, cómo no”, “ajá”, y mentando madres por lo bajo producto de una indignación impotente.
Reuniones de los jefes, de los mandos, de los meros meros de la seguridad, de los gobernantes. Reuniones de madrugadores tan infatigables como inútiles. Decían los viejos políticos: Si quieres que un problema no se resuelva, forma una comisión. Hoy, la comisión ha sido sustituida por las reuniones, el rito de verse las caras unos a otros, sabiendo todos ellos que todos ellos la están cagando todos los días, mientras en la calle la sangre se derrama.