Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

«Toda la gracia de la cacería está en que sea problemática», asienta el filósofo español José Ortega y Gasset en el prólogo al libro Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes (Espasa Calpe, Madrid, 1943).

Sin las dificultades que son propias de su naturaleza, la caza perdería atractivo para el cazador auténtico y se esfumaría el valor intrínseco de su actividad. Al final de la inmersión en una jornada cinegética, lo primero a rescatar por el cazador es el mérito del esfuerzo aplicado a encontrar la presa, e incluso sin abatirla, la satisfacción consigo mismo es un premio irrecusable.

Lo ha expuesto así el cazador, escritor y periodista español Miguel Delibes, que de sí mismo decía: “no soy un escritor que caza, sino un cazador que escribe”. Sobre la satisfacción de la caza, apuntó: “Son cosas compatibles cazar y amar a los animales. Lo que nos impone nuestra moral es no emplear ardides ni trampas. Mi cuadrilla y yo hemos abandonado el campo cuando la canícula o las circunstancias meteorológicas hacían la caza demasiado fácil y la enervaban. Cazar no es matar, sino derribar piezas difíciles tras dura competencia. Esto explica que uno regrese más satisfecho con dos perdices abatidas contra pronóstico que una docena a huevo”.

Si la dificultad es una de las varias esencias de la caza que coaligadas entre sí forman un cuerpo único, la búsqueda de la presa es fundamento de tal dificultad. La caza fácil, que ocurre en eventuales ocasiones, regala carne, no placer. Aún más, genera desazón e incomodidad.

En el centro de la dificultad, su núcleo, está la búsqueda de la presa. Se parece tanto a la vida misma. Nacemos para construirnos, tarea que impone una permanente búsqueda de caminos y senderos, avances y retornos, confusiones y aciertos, para encontrarnos con lo propuesto o acercarnos a tal fin.

Para cazar un ciervo -u otra pieza- hay que encontrarlo en su mundo, su monte, su bosque, sus arideces, su selva, donde el bicho vaya y lo conduzca su naturaleza animal, ajena al hombre. Las incursiones del cazador en el planeta de los ciervos son difíciles y en ocasiones en exceso. Habrá que ascender montañas, caminar por filos, arrostrar peligros en territorio ajeno, extraño, o andar largos llanos y entre la espesura verde y sus espinas. Y luego, en ese mundo impropio, buscar las señales del venado: huellas, excretas, mechones de pelo, tallos donde ha rascado las astas, indicios de peleas de machos, veredas que a fuerza de recorrerlas el bicho las marca a mitad del matorral. O los ojos de agua donde bebe. O los árboles de cuyos frutos se alimenta.

Y si se ha dado con esa suerte del diario de un ciervo y el mensaje es descifrado correctamente, llega el tiempo de apostarse y acechar largas horas, días y noches enteras, en silencio, en quietud, ejerciendo la sana virtud de la paciencia y echando mano del carácter, de la persistencia.

A fin de llegar a tal punto, el cazador se ha preparado con días de antelación. Ha empacado en la mochila lo necesario e indispensable: ropa, alimento, agua, linternas, cuchillos y dos o tres arreos más que deben pesar lo menos posible, aunque al monte nunca se va ligero lo suficiente. Porque además se han de cargar el arma y los nada leves cartuchos.

Para cazar, se debe buscar. En el arte de la búsqueda, por difícil, habita uno de los grandes placeres de la cinegética. El esfuerzo físico y mental se sostiene en el pilar de la pasión. Sin esta condición, el derrumbe y el desaliento sobrevienen y la rendición es inevitable. En buscar, sin certeza plena de encontrar lo buscado, hay arte y placer. Puede el cazador no hallar la presa, pero ha dado con sus señales de vida. Se siente satisfecho y emocionado de comprender las grafías encriptadas de un lenguaje asaz ajeno y extraño, aunque la última página del mensaje esté arrancada por la casualidad y el bicho no aparezca. La búsqueda satisface por sí misma, el viaje por sus senderos anima el alma, le permite respirar profundo. Quien busca sabe, y en ello se sostiene, que un día, tarde o temprano, encontrará. Entonces mirará al sigiloso, precavido ciervo lentamente acercarse mientras en el pecho del cazador el corazón se bate y la mente, que lo tranquiliza, prepara al cuerpo para el disparo.