Armando Martínez de la Rosa

4 instantes en Lisboa

1.- De pronto, un perro se queja en la calle. En esta ciudad babélica de las mil lenguas, se escucha el doloroso verbo, inconfundible, de un can atropellado. Sucede mientras comes y estás convaleciente. Te asomas por la ventana a la angosta calle y ya hay un hombre ayudando al animalito, la conductora del vehículo arrollador ha bajado a hacerse cargo del asunto, con cara de angustia busca al bicho que se ha ido.

Transeúntes se han detenido. No importa si son portugueses o no -lo son la mayoría y lo sabes cuando hablan-, todos son solidarios. Así están educados. El perro ha escapado más asustado que malherido. El caso se termina cuando cada cual retoma su ruta por la Rúa Verónica.

2.- El estadio Alvalade, del Sporting de Lisboa, se va a llenar esta noche. Se enfrenta la selección de Portugal contra la de Irlanda. Y lo más importante, juega El Bicho. Obtengo autorización del médico para asistir al partido. Camine poco y lento, me indica. Conseguimos boletos baratos, andamos de suerte, pues además nos tocan butacas casi detrás de la portería, a 15 metros de donde borda maravillas Cristiano Ronaldo.

Llegamos 2 horas antes del inicio. Comemos en los alrededores, barato y sabroso. Y de postre un cono de castañas asadas al carbón. Más 5 euros por el pendón de Portugal que hará equipo con la bandera lusa que hay de regalo en cada asiento del estadio.

En el primer tiempo, El Bicho ataca la puerta delante nuestro. Estrella la bola 2 veces en los postes y cabecea fuera un centro. En el segundo, al otro lado de la cancha, penal a favor de Portugal. CR 7 toma la pelota y nadie lo cuestiona, por supuesto. Pienso entonces: Primera vez que lo veo en vivo y que vaya a fallar el penal. Y lo falló.

Al final, muy al final, los lusos ganaron 1 a 0. El Bicho salió contrariado.

3.- Son cultos, aman y honran su cultura milenaria. Los portugueses se sienten orgullosos de su pasado -héroes del mar, se llaman a sí mismos, y con razón-. Llegamos a la plaza dedicada al poeta nacional, Luiz de Camoes. El monumento, de unos 10 metros de altura, está coronado con la efigie del bardo. Un poco abajo, las de otros poetas relevantes.

-Es un poeta- me dice en español refiriéndose a Camoes un hombre sentado en la escalinata del monumento. No distingo si es portugués o español. Sonríe con dientes manchados por la persistencia del tabaco.

-Gracias, lo hemos leído- le respondo. El hombre sonríe. Y se retira. Todavía no dilucido si es un escritor o un adicto a la literatura. Su rostro me parece conocido. Ya lo sabré.

4.- Es un templo, sí, sobre todo un templo. ¿O sobre todo un museo? ¿Templo museo o Museo templo? En la vieja Lisboa hay iglesias católicas muy cerca una de otra. Pueblo fervoroso, el lusitano ha construido grandes obras de arquitectura religiosa, con altares de oro, nichos y capillas a los lados de la nave central, esculturas y pinturas al óleo, frescos en los techos. Una barbaridad de arte, de artes, acumulada a lo largo de siglos.

Entramos a la iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, a 50 metros de la plaza de Camoes. Puede haber aquí un regalo espiritual o estético, o ambos. Embelesa cada obra de arte sacro que iguala la maestría de otros géneros de la pintura o de la escultura. Santos arrobados o martirizados, vírgenes dolientes o pródigas, dramáticos Cristos crucificados siempre prestos al ruego del creyente, candelabros que provocan flojera de sólo imaginar cómo los limpian, oro y plata en los altares.

Y de pronto, una grabación en 4 o 5 idiomas -español no- que nos recuerda que estamos en un recinto sagrado y no se ha de platicar en voz alta. No es por nosotros. Se activa automáticamente cada cierto tiempo.

Este ambiente, este silencio, estas figuras, esta solemne sacralidad. Me dieron ganas de rezar y recé.