Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Llegamos mi estimado compadre Cándido y yo al cazadero casi media hora antes del amanecer. Él estacionó la camioneta al lado de la brecha. Luego nos dispusimos a esperar la claridad del día. Tomamos café. Encendí un cigarro. Conversamos en voz más bien baja los últimos detalles de la estrategia. Estábamos en el sitio mismo de la cacería y las voces altas podrían alertar a los venados, que tienen un oído más que fino.

La luna llena aluzaba tanto que uno podría caminar por el monte sin necesidad de linterna. Tomé unas fotos del satélite en esplendor. No son tan buenas, porque las capté con celular, pero el momento se quedó.

Cuando la luz del día fue suficiente, cada cual tomó camino a su puesto de tiro. Entré al monte y tomé el sendero más largo pero también más sencillo de transitar. No tenía ganas de ir por donde debía subir varios saltos en pequeñas escaladas. Pronto me instalé en el espiadero, en lo alto, al pie de un viejo tepeguaje desde donde contemplaba el abrevadero y las veredas de los ciervos. La resequedad del monte deja ver a gran distancia.

Colgué la hamaca, saqué de la mochila el termo de café, el desayuno, el agua, los cigarros y el radio de intercomunicación. Todavía hacía frío. Estaría ahí 8 horas como máximo.

El cazador de venados sabe que su actividad se rige por el principio de incertidumbre, no el de Heisenberg ni el del famoso gato de la paradoja de Schrödinger, sino algo más simple que las teorías de esos célebres físicos. Para el cazador, no hay más que una alternativa: el ciervo llega o no llega. Ahí se ha forjado y sabe esperar e insistir, nunca se decepciona si el bicho no acude y es feliz cuando aparece y él acierta el tiro. Es lo que hay, es la gran regla del juego que la mayoría de las veces pierde el acechante.

La caza, como la vida misma, suele compensar. Y así ocurrió esa mañana. Había muchos rastros de la actividad de los animales en torno al agua y en las veredas que transitan. Pero la luna llena les permitía moverse más de noche y menos durante el día. ¿Cómo saberlo? Pues sólo estando ahí, en su territorio y aceptar el principio de incertidumbre. Para ir a una buena caza, hay que ir a todas.

Esa mañana no llegarían los ciervos ni siquiera los jabalíes. A cambio, la naturaleza compensa con mostrar eso que pocos ven.

A media mañana, de reojo veo un movimiento veloz y apenas distingo una raya blanca y negra que pasa y desaparece entre los matorrales. Me intriga. Detrás de esa visión aparece caminando una chachalaca. Se trepa el ave a un árbol y canta. Por la voz, probablemente sea el macho llamado a la parvada. Le contestan a la distancia y un rato después hay otras atendiendo la convocatoria y lanzando al viento la feliz estridencia de sus voces a coro.

Pasa el tiempo. De pronto, se posa en una rama cercana un ave. Por sus colores -blanco y negro y una cola con bandas grises- infiero que es el bicho que antes vi de reojo. Es un pájaro rapaz. Me agrada la visión, es la primera vez que observo tan cerca un guaco. Quizás se trate del que cantaba antes del amanecer. De ahí su nombre popular: guaco. Anda, como yo, de caza. Vuela, regresa, observa, reposa, vigila. Más tarde se irá para no regresar. Alcanzo a tomarle algunas fotos.

Pasan las horas. Escuchó detrás de unos matorrales una actividad frenética, carreras cortas. No veo de qué se trata. Deseo que haya llegado la corrida de venados y estén peleando por las hembras. Tomo el arma. Me preparo para disparar cuando la oportunidad sea clara. Sigo sin distinguir el origen del ruido y se repiten las carreras breves, frenéticas. El sonido me indica que se dirigen a un claro. Ahí podré disparar.

Y sí, salen al escampado. No son venados. Es el chachalaco persiguiendo hembras para montarlas. Su harén es de unas cinco gallinas. Son los juegos del amor. Me siento y las observo.

Otros pájaros llegan a beber, entre ellos decenas de huilotas barranqueñas. Unos cantan, otros se bañan en el ojo de agua. Algunos arriban solitarios y silentes; otros, en pareja. Luego aparece una parvada de urracas. Son aves de plumaje gris y blanco, con un elegante copete largo, una pluma sobre la cabeza. Gritan como asustadas. A veces, anuncian el venado. No esta vez. Un rato más y siguen su ruta a lo alto del cerro.

Son las 4 de la tarde. Es hora de irse. Comienzo a descender rumbo a la camioneta. Hoy no hubo disparos. A cambio, la vida verde me ha permitido verla activa, natural, salvaje, hermosa. Estoy agradecido de haber visto cosas que pocos ven.

(Foto: La luna llena poco antes del amanecer, en la jornada de caza.)