Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Cuando el grupo de amigos se dispersa en el terreno de caza porque cada cual parte a su puesto de tiro o se va quedando aquí o allá en la ruta común, es usual desearse buena suerte. Es asunto de cortesía.

Me he preguntado muchas veces: ¿existe la suerte en la caza? Y más: ¿existe la suerte en la vida?

Si entendemos la suerte, buena o mala, como un encadenamiento de acontecimientos que llevan a un resultado fortuito, azaroso, significa que el resultado es ajeno a nuestra voluntad, que no requería de un trabajo, un esfuerzo previo de nuestra parte. O en todo caso, un esfuerzo ínfimo, como quien compra boleto de una rifa y obtiene el premio. ¿Qué tan larga debe ser la cadena de acontecimientos para ganar, por ejemplo, el primer premio del sorteo Melate? La última vez que me enteré de una cifra de probabilidades de ganarlo, la proporción era de una entre 7 millones. Y no hay que hace nada más que comprar una hojita y escribir ciertos números.

La caza no es así. Implica un esfuerzo físico, mental, anímico y económico, además de conocimientos, planeación y una deliberada voluntad de estar cazando. Tales acciones sólo las desarrollan los cazadores de cepa.

Hay quienes imaginan que el cazador se sube a su camioneta, llega al campo, se baja del vehículo y voltea a ver dónde está el venado, le dispara, lo recoge y lo trae a su casa. Si así fuera, la cinegética sería una de las actividades más aburridas del mundo.

-¿Ya están los mojos en privanza?- pregunta el cazador a su amigo campesino que lo acompaña en la aventura.

El mojo es un árbol que da una fruta casi redonda del tamaño de un tomate de milpa o un poco más grande. En temporada de privanza, muchos animales, entre ellos los ciervos, acuden a comer la drupa que cae al suelo o, en el caso de las aves, lo toman de las ramas, y algunos mamíferos como los tejones y las ardillas trepan el gigantesco vegetal para comer las bayas.

Como hay cientos de mojos en un área determinada, hay que comprobar por las huellas que el ciervo o el jabalí acuden a comer a tal área. Buscar los rastros implica largas caminatas previas para recabar información. Lo mismo sucede con los aguajes. No a todos bajan los bichos a beber. Si llegan, puede ser en la mañana, a mediodía, en la tarde, temprano de noche o ya avanzada la madrugada. Los venados no tienen horario. Nunca he cazado uno que lleve reloj. Hay que descifrar el tiempo de las pisadas por su frescura. Nada fácil.

Luego se ha de esperar largas horas, en silencio, casi nulo movimiento, en un sitio incómodo, agreste. He pasado mucho tiempo al acecho para regresar con las manos vacías una y otra vez. Ocasiones ha habido -pocas, las menos- en que 2 horas después de ubicarme en el puesto de tiro he abatido un ciervo. ¿Suerte? No. Estar ahí en el momento adecuado tiene detrás mucho trabajo, planeación y voluntad, ganas, pasión por la caza. Sí, el tirador va por la deliciosa carne de los animales silvestres, magra, limpia, no contaminada, orgánica, como ahora se le llama. Pero no sólo por la carne. Va sobre todo por la sensación única e incomparable con otras que genera el hecho de estar cazando, un rito ancestral que nos viene de los genes que algunos tenemos todavía activos y que engendran una pasión.

No, no hay suerte, hay esfuerzo, grande, prolongado, que desconocen aquellos que en la ciudad le dicen ingenuamente al cazador: “A’i t’encargo una piernita de venado cuando vayas”. ¡Ojalá estuvieran ahí cuando hay que bajar un ciervo de 60 kilos desde lo alto del cerro hasta la camioneta! Ya los viera.