Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Por sí misma, la observación de fauna silvestre en su hábitat es un privilegio de cazadores. Y lo es más cuando ocurre el avistamiento de animales extraños, de esos que difícilmente volverán a pasar ante los ojos del intruso.

Tal observación incluye, con un poco de suerte, el comportamiento absolutamente natural de bichos de esta o aquella especie.

Privilegio de unos pocos es mirar, por ejemplo, al pequeño, valeroso pájaro churío volar por encima y detrás de los gavilanes picoteándolos para ahuyentarlos de su territorio. Es unas 10 veces más pequeño que el halcón, pero lo vence. Con todo, hay un acto inusual en esa conducta. Sucede que un churío -ave muy territorial- se posó en la rama más alta de un árbol seco para vigilar sus dominios. De pronto, de lo alto del cielo, como una flecha, descendió un halcón y llegando por atrás lo prendió entre sus garras. Se invirtieron los papeles.

Erguidas, siendo ellas rastreras, parecen pelear, pero están absortas en el ritual de los amores, en la ceremonia del apareamiento. En una ladera, el suelo más o menos limpio, se yerguen y enredan sus cuerpos uno con otro una pareja de víboras de cascabel. Nada más les importa en el mundo en ese momento, tanto que ni caen en la cuenta de que unos humanos las observan a corta distancia.

Lo conté antes, pero lo traigo de nuevo: una pareja de tezmos trepada en una pequeña roca embelesada en asuntos del amor y la perpetuación de la especie. No he vuelto a ver tal escena silvestre.

Cuando el cazador de venados está al acecho, los movimientos corporales son mínimos. Es requisito tan importante como el silencio. Cierta vez, había amanecido ya y recogía yo mis pertrechos para esperar a los compañeros y descender de la montaña. Uno de ellos había abatido un ciervo y había que ayudarle a cargarlo cuando llegara a mi puesto. Encendí el radio para comunicarme. Al primer ruido del aparato, uno de cola blanca salió corriendo de regreso a su querencia al detectarme. Si hubiera esperado unos minutos más para levantar mis arreos, habría tenido oportunidad de disparo.

Y precisamente estando quieto y en silencio en el acecho, se han acercado a mí otros bichos. He tenido chachalacas a no más de 2 metros de mí sin que me percibieran, cervatillos que casi pude tocar con la mano y a los que, claro, no les iba a disparar. Huilotas barranqueñas, de alas blancas, diminutas torcacitas, colibríes y pájaros de otras especies posadas a cortísima distancia, cuando he estado inmóvil y silente.

Otras veces he tenido la suerte de observar animales silvestres diversos, de los que carecen de interés cinegético, trajinar por los montes. Hace 2 ó 3 décadas, quedé atrapado en una larga fila de mariposas verde limón que invadieron la brecha a lo largo de kilómetros. Supongo que era una columna migratoria llegando.

A las que no he podido ver nunca son las matricas. Me cuentan quienes las han encontrado en territorio de Colima que son una suerte de monos de larga cola que se mueven con agilidad entre los árboles, en el follaje alto. Ignoro si sean monos o pertenezcan a otra familia animal. Lo sabré el día que me permitan observarlos. Espero que sea pronto.

Ver en estado salvaje a los bichos extraños es otro de los privilegios que la cacería permite. Bendita sea.