Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

1.- Salgo del sendero en el ascenso a la cima. De la mochila, saco dos botellas de plástico. Me aproximo a una pared de roca donde escurren tres hilos de agua. Coloco los recipientes de modo que se llenen. Dispondré de un par de litros para el resto del día y la noche en la montaña.

Bebo del cuenco de mis manos el agua que de la roca nace. Fresca, casi fría, purísima. Proviene de lo profundo de la tierra, donde se ha acumulado en un manto freático gigantesco. Muchos meses del año se escurre el líquido formando un arroyo que llega al pie de la montaña. Abajo, la usan para que el ganado abreve.

Hay otros nacimientos en varios puntos de esta elevación generosa. De la piedra mana el agua para dar vida, para apaciguar la sed de los animales, para nutrir árboles que darán flores y frutos, matorrales, pastos criollos.  De ellos comerán unos bichos y otros encontrarán en éstos su alimento. Todos devolverán al suelo elementos para enriquecerlo, para la fertilidad, para llamar la lluvia y los mantos vuelvan a llenarse. Es el ciclo de la vida.

2.- La vida y la muerte son elementos de una unidad. Se explica una con la otra. Son pareja indisoluble.

En estos montes elevados, ambos factores de una misma ecuación acontecen sin drama, sin queja, como si cada animal y cada vegetal estuviesen resignados a ser parte de una condición que no eligieron, dispuestos a suceder en el tiempo de este espacio.

Un día llegan y comienza el esfuerzo por mantenerse, a faenar por seguir siendo hasta donde el destino de cada cual lo determine. El tiempo se mide aquí por la luz solar y la oscuridad, a veces disminuida por la luna eventual. Nacen, crecen, se reproducen y mueren. Una secuencia que desconocen, pero la protagonizan. Para ellos, filosofar sobre vida y muerte es imposible, no existe tal ni la necesitan.

3.- Este es el territorio del instinto. El dominio del impulso por vivir, la recurrencia a la cautela y a la astucia, según se necesite para cazar o evitar ser cazado, para aparearse, para encontrar un refugio permanente o hallar el transitorio.

Hay un premio: el reposo de los bichos. Pocas veces he visto tanta paz en un viviente como el descanso del animal, el olvido de las tensiones propias de cada cual. Para comprenderlo, hay que ver cómo una manada de jabalíes después de trajinar el monte y esforzarse por el alimento, se deleita en el ojo de agua y revolcándose en el barro. Es el breve instante de la felicidad, del olvido del peligro, la plenitud de la vida. U observar al recental repegado a la madre tras beber la poca leche, porque las venadas la tienen escasa. Tal vez por eso paren casi siempre una cría, un par como mucho y por hecho extraordinario.

Cuando la oscurana está por llegar, los pájaros toman turno al agua. Beben y algunos se bañan en las pozas de roca labradas durante siglos y siglos por el paso del arroyo. Pulcras aves.

4.- Cuando el agua escasea y el solano de la primavera colimota tortura la tierra, los árboles, excepto algunos pocos, tiran el follaje, tornan a cadáveres esperanzados al tiempo de lluvias para revivir. Esperan pacientes, resignados, como si supieran que el cielo volverá líquido para salvarlos.

Los bichos, sabedores de los recovecos de su territorio, saben dónde beber en tiempos de penuria. Días hay de escarbar un poco para que el agua brote del amial. Lo han aprendido.

5.- Mis botellas se han llenado. Las regreso a la mochila. Continúo el ascenso. Las próximas, serán horas de acecho, de incertidumbre, de vigilia. Quizá esta vez sí llegue el ciervo macho adulto, grande, pesado.