Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Estamos entrando al auge de la temporada de cacería de venado. El frenesí corretea por los bosques. Los machos han perdido la cordura yendo detrás de las hembras, al desgaire, lejos, lejísimos de los cuidados de los días sin el furor del instinto desatado.

Hace unas semanas, un buen amigo campesino con quien vamos de caza de ciervos, nos platicaba a mi muy estimado compadre Cándido Cárdenas y a mí, que se encontraba solo a la vera de una brecha descansando en el camino de regreso a su casa, los días previos a la Navidad, apenas abierta la temporada, en un pueblo del poniente del valle de Colima, cuando de pronto le pasó por un lado, a un metro de él, a la velocidad del rayo, una venada. La sorpresa lo dejó inmóvil. Apenas se recuperaba del susto cuando saltó a la misma distancia un ciervo macho en desaforada carrera. Quiso encarar la escopeta cuando 2 más cruzaron con la misma urgencia y le saltaron por encima. Volteó a ver de dónde venían y otro le pasó rozándole la gorra camuflada. Todos iban tras la hembra, que por supuesto honraba su género dándose a desear.

Luego, nuestro amigo pensó:

-¡En la madre! Creo que ahorita va a salir Santa Claus persiguiendo sus venados para arreglar el trineo! Me voy a tomar una selfie con él- nos contó con parsimonioso humor.

Si en tiempos de calma, antes y después de la berrea reproductiva, los ciervos son impredecibles, cuando el amor los trastorna son el caos del principio de los tiempos que ni los cálculos matemáticos descifrarían. Pueden aparecer aquí y ahora cuando no los espera el cazador, o no mostrarse nunca en los sitios en que regularmente comen y beben.

Para cazarlos, hay que correr un albur: escoger, casi por intuición, el que se considere el mejor punto de acecho.  Temporadas atrás, en tiempo de la berrea, encontramos los inconfundibles rastros de las batallas del amor de los ciervos machos, que se pelean por el placentero derecho de montar a las hembras en celo, las semanas de reproducción, a finales de un año y principios del siguiente, en oleadas de fervor y breves espacios de reposo.

Por consecuencia, supe dónde colocarme a acecharlos. Llegó a beber un macho adulto, fuerte, de astas pobladas. Un disparo primero y otro sobre la carrera. Fin de la historia. A la semana siguiente, repetí el aguardo en el mismo sitio. En la madrugada, llegó un gran amigo que había dejado su puesto montaña arriba y se colocó cerca de mi baluarte. Mientras se acomodaba, platicó y fumó 2 o 3 cigarros. Vino el silencio después durante unas 2 horas. Lo quebrantó un macho adulto, más grande que el de la semana previa, que llegó haciendo más escándalo que borrachera de fiestas patronales. Le tiré y cayó sobre sus huellas.

Ahí mismo, en otros acechos fuera del tiempo de berrea, han llegado ciervos con tal sigilo, como flotando, y no los he visto hasta que están a unos pasos del agua. Otros, más astutos, me detectaron y retornaron a la espesura del monte antes de entrar a rango de tiro.

El último de la temporada anterior, otro gran venado macho de enorme peso y astas espléndidas, lo vi hasta que lo tuve en un claro frente a mí, a entre 40 y 50 metros de distancia. Antes de que llegara a ese punto, ni siquiera escuché sus pasos. No era tiempo de apareamiento, de berrea, de la corrida, y volví a testificar el sigilo proverbial de los venados. Pude dispararle. Su venganza consistió en el martirio de bajarlo del cerro.

Que los venados sean impredecibles, que como los toros bravos no tengan palabra de honor y que su conducta sea indescifrable, hace de la caza de ciervos la más atractiva y emocionante de las modalidades de la cinegética. Benditos días estos que corren, los de ir al venado en plena berrea.