Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Salimos temprano del rancho de nuestros amigos rumbo al cerro. Subimos la brecha en 2 camionetas. Éramos más de 10 cazadores. Organizaríamos unas arreadas de venado o aventadas. Simple la estrategia: los tiradores se colocan en puestos por donde se sabe que podrían pasar los ciervos cuando desde el lado opuesto los arreadores caminan por el monte cerrado para que los animales se dirijan hacia los cazadores.

Simple, digo, porque así lo parece cuando se planea. Ponerla en práctica es complicado y suele demandar gran esfuerzo físico. Desde el punto de partida, avanzan primero los tiradores. Según la distancia que deban subir en la montaña o bajar a la barranca, es el tiempo que se les da para colocarse. Los puestos de tiro los asigna el más experto y quien mejor conoce el terreno y él se ubica en el último.

Más tarde, los arreadores comienzan a andar. Baten el monte, gritan, ruedan de vez en cuando una piedra, dan fajazos de machete a troncos, todo con el fin de que los venados salgan de sus sitios de sesteo y se dirijan a los puestos. Con un poco de suerte, pasa uno en rango de tiro y el cazador dispara. A veces acierta y en ocasiones falla. Puede ocurrir que el ciervo o el jabalí escape y que entonces pase por otro puesto y sea abatido. Hay mucho de azar.

Esa mañana me acompañaba Armando, mi hijo, entonces un adolescente. Era su primera montería y no estaba acostumbrado a andar de prisa en montes agrestes, entre sierrillas, matorrales y por veredas empinadas. Pero llegó conmigo a nuestro puesto. Lo noté contrariado, pero nunca se quejó. Era normal en alguien poco habituado a esos trajines.

En la primera arreada, salió un venado. Lo vimos correr en la falda del cerro de enfrente, al otro lado de la barranca, lejos de nosotros. Escapaba hacia donde estaba un puesto y por necesidad pasaría a tiro del compañero ahí ubicado. Falló el disparo. Confesaría más tarde que decidió primero capturarlo en video y luego tirar. Mala cosa. Los celulares empezaban a ser de uso general y el video una novedad.

Al terminar la arreada, nos reunimos en un punto antes acordado. De ahí iniciamos otra. Nueva caminata, un trajín más y a esperar en el puesto. Para nadie hubo suerte. Y en la tercera y última tampoco. Ya era tarde y el sol nos machacaba el cuerpo, el ánimo y el humor.

Llegamos a un punto por el que los más experimentados consideraron descender para cortar camino. El agua se nos había terminado a Armando y a mí. Me dijo que si me quedaba algo de beber. Le pedí a un buen amigo un poco de la que él aún llevaba. Estaba tibia del sol. Se la di a mi hijo. La bebió hasta agotarla. Yo me aguanté la sed.

Y empezamos a descender un atajo empinado, resbaladizo por la hojarasca y la tierra suelta. Desembocamos a un plan de matorrales plagados de sierrilla. Uno de los compañeros, médico de profesión, excelente tirador que fue miembro del equipo olímpico mexicano de tiro, ya de edad grande en ese tiempo, se extravió en el matorral. Le ayudamos a salir como bien pudimos. La sed nos torturaba y crecía con el esfuerzo del descenso.

Armando me preguntó si había agua. -No, tenemos que resistir. La brecha y la camioneta están como a 500 metros. Ya casi llegamos. De ahí nos vamos pronto al rancho y allá beberemos- le respondí. Se resignó. Qué más.

Una media hora después estábamos en el rancho. Bebimos agua hasta saciarnos y un poco más. Metimos la cabeza a una pila para refrescarnos. Descansamos, comimos y emprendimos el regreso a la ciudad.

Me sentí bien de que Armando hubiese aguantado estoicamente la sed, el esfuerzo y la contrariedad de trajinar montes agrestes sin estar acostumbrado a tales menesteres. Lo felicité. Ya no quiso saber de arreadas y prefirió, como yo mismo, la aventura del acecho, que reclama más esfuerzo físico pero en un tiempo más prolongado. Tampoco yo he vuelto a las aventadas.

P.D. Recibí un gran regalo de mis sobrinos Ximena y Álvaro. Me trajeron de España un cuchillo Joker, de acero toledano, que tiene gancho de corte para copinar venados, precisamente como lo andaba buscando. Muchísimas gracias, queridísimos sobrinos andarines que cubrieron el Camino de Santiago en un recorrido de casi 300 kilómetros.