Armando Martínez de la Rosa
Últimos instantes de la luna
Esta madrugada es fría, hija de diciembre y de los vientos del océano que a esta hora van pasando por aquí buscando las montañas más elevadas. La luna flota en el aire, entera su redondez amarillenta.
Una palmera silvestre se estira desde la tierra en un intento infructuoso de tocar las mejillas de la luna, de acariciarlas con los largos dedos de sus palapas. Delante de ella, observo un árbol frondoso cuya identidad no distingo a estas horas en que la única luz es lunar y toca la fronda del otro lado, de modo que sólo veo la silueta.
Estos momentos de la madrugada, poco antes del amanecer, son agradables a muchos cazadores, entre ellos yo. Con mis dos amigos, espero la luz del día para comenzar a ascender el cerro hasta llegar a los puestos de acecho del venado. Sí, la temporada se ha abierto, venimos al venado, pero no quiero que amanezca. Estos instantes de espera de la luz en el bosque me provocan una sensación de relajada tranquilidad, de paz profunda, mística.
Converso con mis amigos mientras bebemos café. Enciendo un cigarro y apenas lo fumo con lentitud. El viento es interminable, suave, leve y frío. Son los últimos instantes de la luna.
Armas y mochilas están listas en la caja de la camioneta, a la mano, porque cuando la claridad rompa la quietud de este templo de tierra, rocas y vegetales habrá que emprender el ascenso, dejar la brecha, tomar el sendero y caminar a ritmo sostenido, levantando ramas bajas, saltando lienzos, renegando de los zarpazos de la sierrilla y de vez en vez abrirse rumbo a machete.
Y mientras ese tiempo llega, el de comenzar a subir, disfruto el ambiente fugaz, dulce como ninguno otro del día. Otros prefieren la hora más adelante, cuando el sol escapa de la prisión de la noche y traspone cerros. Algunos más, gozan el atardecer. Cada uno sus gustos.
Meto el termo a la mochila, me la subo a los hombros, tomo la escopeta de metales fríos, me despido por ahora de mis amigos y nos decimos, como los toreros, que Dios reparta suerte.
Allá vamos, cada cual su rumbo, con la ilusión de que hoy sí, hoy sí llegará el venado al espiadero. Me voy pensando en la generosidad de estos momentos y agradecido de vivir otra vez ese lapso breve entre la noche y el amanecer, cuando la vida se derrama generosa sobre el mundo.