Armando Martínez de la Rosa
Murmullos en el desfiladero
Cada uno trata a su manera a los fantasmas, tanto quienes creen en ellos como quienes los consideran fantasía. O quienes como yo los ven con indiferencia. Y abundan quienes se aterrorizan con la sola mención de los “aparecidos”.
Entiendo mejor a los indiferentes porque formo parte de ellos. Y sin embargo, tengo debilidad por las historias de espectros, fantasmas, aparecidos o ánimas en pena porque las narraciones abordan y exponen el enorme miedo a la muerte que muchas personas sienten y la tristeza de las almas condenadas a vagar en un territorio que ya no es suyo hacia un destino incierto, donde no están vivos ni muertos.
No, no siento miedo cuando escucho tales historias ni temor alguno cuando solo, en la mitad de la noche, en lo alto de un cerro, en el repecho de una montaña o en los roquedales de una barranca, busco señales que pueda interpretar provocadas por espectros angustiados, que muertos ya desde sólo Dios sabe cuándo vagan por la vida sin más destino que la incertidumbre.
Permítame la amabilidad del lector referir el caso de un cazador joven, campesino, de casi 2 metros de estatura, que formó parte de un grupo de espiadores de venados. Temprano en la mañana lo colocaron en un puesto de tiro y a la mañana siguiente pasarían por él para volver al pueblo. Llegada la cita, no lo encontraron en el lugar. Buscaron rastros y los siguieron cerro abajo. En una casa en el camino preguntaron si lo habían visto. -Pasó por aquí ayer antes de oscurecer, con rumbo al pueblo-. Sí, ahí en su casa lo hallaron. Argumentó que dejó el puesto antes del anochecer porque le dan miedo los fantasmas.
La soledad de los puestos de tiro es deliciosa para quienes nos gusta observar. He visto, o he creído ver, personas que a su vez me miran. Parecen reales, tan humanas como cualquiera de nosotros, y cuando después de mucho observarlas y observarme ellas a mí, les apunto con la escopeta y se desvanecen. La imaginación también mata.
Cierta vez, caía la tarde y me encontraba desde temprano en un puesto entre rocas cercanas a un ojo de agua a la espera de venados y jabalíes. Poco antes de oscurecer me pareció escuchar habla que se aproximaba de cerro abajo. Cada vez oía más claras las voces humanas hasta que llegaron a unos 10 metros de mí. Y sí, sí eran personas, unos jóvenes que deliberaban entre quedarse ahí o buscar otros puestos más arriba.
Entonces aparecí yo. -Buenas tardes- les dije apenas saliendo de mi escondite de grandes piedras, escopeta en mano. Se sorprendieron. Respondieron el saludo y continuaron camino arriba. Es ley de cazadores que no puedes interferir en el puesto de otro que ha llegado ahí antes que tú.
Años después, cerca de ese lugar, repechado en la pared de roca de un cerro desde donde observaba desde lo alto de un desnivel del terreno una amplia explanada de rocas planas y un ojo de agua, me encontré de noche con una peregrinación de voces extrañas, lejanas, un caudal de murmullos que transcurría entre el suelo y el viento, como flotando, y penetrando, serpenteando en los manchones de bosque.
Escuché los murmullos indescifrables descendiendo del cerro, los percibí con más claridad cuando se acercaban y poco a poco los fui perdiendo a medida que bajaban como escabulléndose de mi lugar, alejándose a propósito, esquivando presencia viva, evitando al extranjero que sería yo en su desfile de país de muertos.
No me daban miedo, sino curiosidad, queriendo yo entender ese lenguaje raro que sin articular palabras esconde significados, que parece español y termina siendo una lengua que quizá se habló y escribió hace miles de años y se ha perdido. O quizás es sólo el viento de la noche hablando solo mientras recorre los caminos azarosos de su destino inexorable.