Armando Martínez de la Rosa
Austeros y tilichentos
Admiro a los cazadores que llevan todos sus arreos en una mochila pequeña, en un costalillo o un morral. Austeros, cargan lo apenas indispensable. Casi todos ellos son campesinos, entrenados por la vida en un minimalismo franciscano, rara vez calzan botas. Los huaraches de correa les bastan para andar en veredas donde con dificultad cabe una persona.
A lo largo de muchas décadas de cacería, aprendí de ellos cómo al monte hay que llevar lo elemental, lo necesario para estar en un ambiente que reclama ligereza para moverse, para cansarse lo menos posible. De joven llenaba la mochila de cuantos arreos imaginaba útiles si pasa esto o si ocurre aquello. Llevaba alimentos como si fuese a preparar un banquete bajo los árboles, entre rocas, una alacena completa. La fatiga me obligó comprender la necesidad de ser austero e ingenioso. Por ejemplo, es mejor la carne seca que una lata de atún, pesa menos y sabe mejor. Me enseñé a calcular el agua suficiente, sin excesos, para hidratarme y que sólo quedase un resto ínfimo. Cada litro pesa un kilo.
Por contraparte, hay arreos que deben llevarse por partida doble y triple en ocasiones. Las linternas son uno de esos. La ventaja de los tiempos actuales es que son ligeras e iluminan mejor. Décadas atrás, las lámparas de pila seca pesaban más que una decepción amorosa. No había alternativa. Ahora, uno puede llevar 3 que pesan menos que una de aquellas antiguas y las baterías duran mucho más.
Fui un cazador tilichento, es decir, urbano. De esos que trasladaban el confort de la ciudad al monte y terminaban más agotados que bestia de tiro en el barbecho. La carga hace andar al burro, es cierto, pero el asno nunca elige; el cazador, sí. De modo que ahora prefiero ingeniármelas si algo falta que llevar sobrantes como si viajara en tráiler.
Los avances tecnológicos permitieron fabricar botas livianas y resistentes. Las de antes, de suela como llanta de tractor y cañas como de cuero de dinosaurio, lastraban el paso. Y si se mojaban, había que secarlas a la sombra por varios días, ablandar la piel a golpes de martillo y aceitarlas para volverlas flexibles. Apreciaba yo las botas viejas, desgastadas de la piel y vueltas a la vida por un zapatero remendón que les colocaba suelas nuevas de una temporada a otra.
Josito (qepd), sin proponérselo, me dio una lección. En una arreada en que él era aventador, llegó a mi puesto. Llevaba un huarache de correa en la mano; el otro, aún calzado. Se sentó. Remendó la correa rota y talló la planta del pie en una piedra. -¿Tienes comezón, Josito?- le pregunté en plan de broma. -Estoy arrasando una espina que se me clavó y no me deja andar bien- respondió. La punta de la espina quedó en la carne bien remetida, sin molestar más. De inmediato se levantó, se cargó el venado que yo había abatido y caminó veloz cerro abajo. -Yo me lo llevo- dijo y desapareció veloz entre los matorrales.
-¿Puede haber más austeridad y sentido práctico?- pensé.
Un día caí en la cuenta de mis errores en asuntos de equipaje. Me propuse comprar la mochila más grande que encontrara, de las que tienen como 344 bolsas adosadas para guardar montones de objetos inútiles. Para colmo, de noche, había que poner las manos a bucear al tacto entre aquellos departamentitos para encontrar, digamos, una navaja, el termo del café, una cajetilla de cigarros o una barra de chocolate. Decidí corregir y lo hice. En ocasiones, observo el cuarto de los tiliches. Cuento más de 15 mochilas de todos los tamaños y formas. En la temporada, no uso más de 3, según lo que vaya a cazar y el tiempo que vaya a estar en el monte. Me cuento hoy entre los austeros, los minimalistas, por doble razón. Una, porque aprendí las ventajas de la ligereza. Y otra, la más importante, que siendo viejo como soy no puedo ser el sherpa que fui cargando como cargan esos héroes del Himalaya los arreos de los alpinistas. No, ya no.