Armando Martínez de la Rosa
El sabor del cansancio
Madrugas aunque te hayas desvelado la noche previa. Aun más, te acostaste hace apenas 4 horas y ya estás listo para marcharte una vez más. Se te hace tarde que lleguen por ti tus amigos y emprendan el camino a los cazaderos mejores en estos días.
Te va a costar más trabajo que otras veces andar brechas y veredas para colocarte en el mejor sitio posible para disparar. Ese lo escoges tú, que de algo te sirvan décadas de experiencia y para que si las cosas no salen como las esperas, al menos no tengas a quién culpar fuera de ti mismo.
De pronto, has resentido un peso mayor en la mochila. Repasas en la mente los arreos que echaste al morral y si te excediste del peso máximo recomendable en una salida ligera. Descubres, confirmas que no es que haya más carga, es que resistes menos, te cansas más rápido. Con la edad, merma la fuerza y se reduce la resistencia. Ni en el mejor sueño podrías cubrir los terrenos que trajinabas hace 45 años, caminatas de 12 horas continuas o más.
Tampoco te recuperarás a la velocidad de antes, cuando te bastaban unas pocas horas de sueño para volver a la fuerza y el ánimo joven. Qué le vamos a hacer, si el paso del tiempo es inexorable.
Y con todo, debes sentir un recatado orgullo. A tu edad, pocos, muy pocos, son capaces de hacer lo que tú haces en los montes: caminas, cargas, abres senderos, escalas paredes, trepas roquedales, desciendes laderas de tierra floja, y cuando llegas al sitio preciso para la espera del venado, puedes pasar horas y horas, día y noche al acecho, sin dormir, lejos del confort de casa, atento a las mínimas señales de la potencial presa.
Como sea, estás lejos de ser un insensible. Resientes el cansancio que abruma y te hace preguntar qué haces tú en estos montes, en estos andurriales, quién te manda. Y sabes la respuesta: no hay respuesta, sino instinto, genes, gana irresistible de estar aquí en pretensión de cazar sin que haya certeza alguna de que lo harás. Lo importante es estar aquí sin más mandato que el del corazón profundo que sólo los cazadores tienen. Y terminas, como siempre, cansado, agotado, extenuado, a punto de tirarte al suelo a dormir hasta que se acabe el mundo. En la boca tienes el sabor del cansancio, un regusto de agotamiento y satisfacción, un modo dulce de extenuarse. Pero no puedes todavía. Hay que bajar el bicho del cerro, llevarlo al rancho, pelarlo, trocearlo. Y después a la ciudad, donde te bañarás, cenarás como Dios manda y dormirás sonriendo, contando cuántos días faltan para que vuelvas a ir a donde nadie te obliga.
