Armando Martínez de la Rosa

Los ojos que buscaba

Él le propuso acompañarla. Ella dijo no, cerró la puerta de la casa y partió sola a pesar de no conocer bien la ciudad, su reciente nueva residencia. Él pretendía ayudarla, al menos guiarla por las calles que anduvo toda la vida. Decidió seguirla a distancia sin que ella lo notara.

Después de caminar tantas calles, los dos sudaban. Ella entró a una plaza comercial y buscó la oficina donde pediría trabajo. Él caminó de prisa para mantenerla a la vista. La alcanzó a la puerta del negocio. -Aquí no te conviene trabajar, pagan poco y abusan de los horarios- le advirtió. Ella lo miró con disgusto. -No me sigas- le respondió y entró a la oficina, preguntó por el empleo y la enviaron a un cuarto donde la atendió una mujer que la saludó con indiferencia.

Él decidió esperar a que ella saliera. De pie, recargado un hombro en una pared, estuvo dispuesto a aguardar. Pasó el tiempo, cambió varias veces de posición para aligerar el cansancio y amortiguar la ansiedad. Después de una hora, ella seguía adentro. Continuó esperando y finalmente ingresó. Preguntó por ella. Nadie pudo darle noticias. Se angustió. Marcó su número de celular. -Su llamada…- respondió impersonal la grabadora de la telefónica. Remarcó y la grabación repitió la cantaleta.

Echó a andar por los pasillos de la plaza. Primero la buscó con la vista, luego preguntando al azar a quienes parecían probables informantes. Les mostraba una fotografía de ambos que se tomaron en un viaje a Guadalajara, donde un año antes se habían conocido. Fue un noviazgo corto. Decidieron vivir en pareja. Parecían estar enamorados. El dinero del sueldo de él les era insuficiente. Ella decidió buscar trabajo sin encontrarlo. Tal vez ahora sí se emplearía.

-No, joven, no la he visto- le respondieron una, dos, tres, todas las veces.

Se encontró con una antigua novia. La angustia venció el recato y le preguntó a la joven. Tampoco la había visto. Le respondió con un aire de rencor antiguo, como si el rompimiento la hubiese lastimado más a ella que a él.

Él insistió con otras personas y la respuesta fue invariablemente un “no, joven”. Preguntó en la oficina de seguridad de la plaza y pidió a los policías ver los videos de las cámaras de vigilancia internas. Las revisó. Tampoco la encontró.

Salió a la calle. La misma pregunta, las mismas respuestas. Ahora agregaba un dato. -Ella tiene unos ojos hermosos, profundos, un poco tristes y tal vez fríos. Su mirada destaca- les decía a sus interrogados para aumentar las probabilidades de reconocimiento.

Regresó a la plaza con la esperanza de que ella apareciera salvando los equívocos que a veces generan desencuentros como el que ahora vivían él y ella. Buscó una cafetería para sentarse, pensar un plan de búsqueda y recuperar la serenidad. Le preguntó a la mesera. -Busco a una mujer de ojos hermosos, profundos, de mirada entre compasiva y fustigante, ambas cosas a un tiempo-, le explicó. La muchacha dijo no haberla visto entrar al café. -Pero a veces viene una mujer delgada, con unos ojos como los que usted cuenta. Y se sienta aquí precisamente en esta mesa, sola, silenciosa, como si esperara a alguien. Quizás sean los ojos que usted busca-, lo alentó la camarera que le dejó el café, un vaso de agua y se retiró.

Él estaba abatido, creciente su angustia, la desesperación royéndole la sangre, cabizbajo con las manos en las sienes y los codos sobre la mesa, ya frío el café.

De súbito, una mujer se sentó a la mesa. -¿Buscas estos ojos?- le preguntó ella, delgada, muy delgada, con voz suave, complaciente y hasta con un dejo de coqueteo. -Aquí me tienes, me has encontrado, algún día tendríamos que encontrarnos- agregó ella.

Él levantó la cara, la miró. Era otra ella, no la ella que él buscaba. Los ojos eran profundos, muy profundos, oscuros, unos agujeros negros como los del espacio sideral que todo se tragan después del horizonte de sucesos.

Sintió miedo, un miedo arcaico, prehistórico, de hierro, como ningún otro miedo hubo en su vida. Levantó una mano para tocarle el rostro a la intempestiva mujer y supo entonces que ese era el principio, que sería absorbido para siempre y sin retorno posible, como ocurre en los agujeros negros que fascinan a los astrónomos. Él respiraba de prisa, cortas las aspiraciones, violentas las exhalaciones. Escuchó entonces una voz lejana que parecía acercarse. Era la voz de ella, la de los ojos hermosos y profundos. -Despierta, despierta- le dijo ella mientras lo sacudía de un hombro. Despertó. Su mano encontró la piel suave, cálida, amorosa de todas las noches en su lecho.