Armando Martínez de la Rosa

Atardecer en el océano

Rústico, bravo, intenso es este mar ancho y profundo. A la vista, su horizonte es casi humo cuando se junta con las nubes borrosas de la lejanía.

Me gusta este mar porque tiene la naturaleza irrepetible del toro de lidia, nunca es igual el de hoy al de ayer o el de mañana, ni siquiera el de la mañana al de la tarde.

Aquí, en este mar tan nuestro, las olas tienen urgencia de salir a la playa, se lanzan sobre la negra arena de la orilla y resbalan como quien trata de saltar un muro y termina deslizando los dedos sin asirse a su propósito.

Qué hermoso es este mar de El Real. Parece interminable aunque su nombre confina sus dominios hasta la frontera con Boca de Pascuales al norte y El Tecuanillo al sur.

Me cuentan que este toro bravo de agua torna a manso en diciembre y enero. Entonces puede uno bañarse con confianza -tampoco tanta-, cuando por una razón que nadie me ha explicado se vuelve bajito, escasa su profundidad en la orilla.

El Real es una sola y muy larga calle, una carretera que lleva a Pascuales por un lado y a Tecomán por otra, en un circuito por donde lo mismo se va que se viene. A la vera hay casas, restaurantes y hoteles. Algunas casas de playa están abandonadas, acaso porque sus dueños se cansaron de forcejear con el mar que las abofetea y las socava, un mar como este, entre salvaje y tierno cuando se amansa.

Aquí hay que venir a sabiendas de que se llega a la rusticidad, a la pureza de lo salvaje. El turista acostumbrado al confort lujoso de los hoteles de cadenas internacionales saldrá de aquí torturado. En cambio, el austero, al que le basta lo indispensable decoroso a cambio de un breve día y medio con el océano elemental, el del mar abierto, el de las olas de belleza irreverente, ganará un tiempo feliz y recibirá la recompensa de lo místico para alimentar el alma.

Llegué por casualidad al hotelito Jireh. Ofrece algunas habitaciones modestas y decorosas, austeras pero suficientes, muy limpias, con aire acondicionado, buena cama, baño con agua caliente que me da lo mismo porque me baño siempre con agua fría, internet y WiFi. Una alberca mediana y un chapoteadero para niños, un precio justo, no oneroso y, sobre todo, una atención asaz amable y comedida de la familia dueña del hospedaje. Cuando pueda, volveré aquí mismo.

Volveré, digo, porque yo, pata de perro sin remedio, nunca me había quedado a pernoctar en El Real. Yo venía al torneo de surf que cierra la temporada profesional por estos lares, en Boca de Pascuales, pero ya no había alojamiento allá. Y he descubierto en El Real un lugar de calma, sosiego en tierra y bravura primigenia en el agua, donde el atardecer de tres colores y veinte tonos en el océano alimenta el alma, el espíritu y lo hace a uno -al menos a mí- dar gracias a Dios de haberme mandado a nacer en Colima.

(Foto de Armando Martínez de la Rosa. El mar de El Real.)