Armando Martínez de la Rosa

Toros y caza, siempre el retorno

Hay una comunión espiritual, terrenal y con frecuencia litúrgica entre la caza y el toreo. El objetivo aparentemente primordial de ambas actividades es matar. El cazador, a la bestia que ha de comer, y el torero, a la que ha de sublimar y que otros se coman los despojos.

Tal es la superficie, la nata que se ha de romper y segregar para comenzar a ver un fondo más claro y real. Para comenzar, el principal objetivo del toreo y la caza no es matar. El cazador acecha o persigue y entre los muchos animales escoge uno para dispararle. El suyo no es un tiro rudimentario ni inexorable. Es probable y frecuente que antes del disparo escudriñe, elija, discierna, prefiera, deje pasar y hasta opte por el tiro más difícil, el que le dará una satisfacción mayor. El torero culminará su labor con la estocada que pretende perfecta y, en un ideal mayor, desea regresar vivo por indultado al burel. Pero antes, en cualquier caso, desea intentar lo más alto de sus artes, la faena perfecta, por mucho que sepa que no existe tal.

Indultar un toro es sueño de todo lidiador. Porque el regreso del astado a los pastizales significará que antes ambos, humano y animal, habrán cumplido cabalmente en unos cuantos minutos la misión común para la que se han preparado por años cada cual en su ambiente, que por lo demás los une y los separa a la vez.

A partir de que el toro sale por la puerta de toriles, el matador ejerce por sobre todas las cosas las facultades de la inteligencia. La debe entender observando e infiriendo con velocidad y concentración la conducta de la bestia, la distancia y el sitio en que le exprimirá lo mejor de su bravura y su nobleza, si embiste mejor por derecha o izquierda, si levanta la cara, si aprende rápido a distinguir los inanimados trapos del que los porta. La vida de ambos depende de decisiones sobre la marcha.

Un toro corneó a Francisco Rivera Paquirri gravemente sólo porque cambió la velocidad de su embestida a unos metros del toreador. “Fue mi falta”, diría después el torero gaditano en la convalecencia.

Otros son los riesgos del cazador. Salvo que se trate de un gran felino o un enfurecido jabalí o un ciervo acorralado de cerca y sin más salida que atacar, los bichos de la cinegética no representan mayor riesgo para el tirador. Otros son sus peligros, en cambio. Por ejemplo, desbarrancarse en un ascenso en la montaña, un deslave en el terreno donde caza, la mordedura de una víbora lejos de cualquier hospital o el enojo de un enjambre de abejas salvajes por el que varios han muerto en los campos de Colima. Y hasta un diminuto alacrán puede arrebatarle la vida.

Torero y cazador son conscientes de sus propios peligros y los arrostran porque quieren, porque saben que ejercer su pasión los implica, son permanentes, latentes y pueden despertar cualquier día, en cualquier momento. Y sin embargo, acuden a las citas, no pueden vivir sin enfrentarlos. José Tomás dijo que vivir sin torear no es vivir. Y un cazador serio en lo suyo dirá igualmente que no puede vivir sin cazar. Cada cual por su camino, llegarán al mismo destino, el de la naturaleza, el del retorno, el eterno retorno, a la raíz del hombre, a la oscuridad más remota de los tiempos que les resucita en la sangre de sus venas.

Lo expresan con inteligente claridad José Carlos Arévalo y José Antonio del Moral en su libro Nacido para morir, la biografía de Paquirri. “Cuando el cazador se apresta a su ejercicio es el hombre en viaje hacia sus orígenes; retorna a la Naturaleza. Y cuando el torero pisa los terrenos del toro, el hombre, convertido en reclamo de su víctima, es también naturaleza sin dejar de ser hombre; se funde con sus raíces, que son un reencuentro, el empalme de la razón y la tierra, una suerte de conciliación en estado de lucha”. (Arévalo y Del Moral. Nacido para morir, Espasa-Calpe, Madrid 1985, pág. 169.)