Armando Martínez de la Rosa
En la playa con las tóxicas
Solitaria, remota, onírica era la michoacana playa de San Juan de Alima. Llegar a ella era en aquellos lejanísimos años tarea difícil, casi imposible.
Como la civilización terminaba pasando Cerro de Ortega, había que cruzar el río Coahuayana en camioneta, vadeando a la suerte, porque no había puente ni mucho menos carretera en territorio michoacano a principios de la década de 1970, esto es, hace unos 55 años.
Alima era un poblado mínimo de pescadores, con algunas enramadas en la playa, no más de tres o cuatro. Papá Chuy, que había sido en sus años juveniles un aventurero de esos que a machete y hacha abrieron -entre miríadas de jejenes y zancudos y el frecuente acecho de pumas y jaguares- la selva costera para habilitar los ahora prósperos campos agrícolas de Tecomán, conocía la región y tenía amigos por el rumbo. Mandó a hacer una enramada para acampar en semana de Pascua. Mi familia, de hondas raíces católicas como la mayoría de las de Colima de aquella época, guardaba los días de la semana Santa, cuando ya comenzaban los turistas a abandonar los deberes religiosos y se olvidaban los ritos de esos días.
La extensa playa de San Juan quedaba para nosotros y otra reconocida familia colimense que, como la mía, prefería alejarse de los tumultos y de la misma manera se daba asueto en la semana de Pascua.
Mientras mi adorada tía Josefa se encargaba de cocinar para la familia, mis hermanos y yo, con algún amigo invitado, nos dedicábamos desde temprano a explorar la playa, escudriñar en los roquedales y nadar en el mar abierto en que nunca encontramos tiburones y, más importante, tales bichos no nos detectaron a nosotros, pese a que los había abundantes.
En esas andanzas, recolectamos cucarachas de mar, caracoles y cangrejos que después consumíamos en botana y en caldo. Una mañana capturamos un pez varado en la arena al que la suba había arrojado sin piedad a tierra. Por lo que recuerdo, debió ser un jurel suficiente para comer toda la familia.
Y entre tantos descubrimientos, hallamos igualmente varadas y vivas unas serpientes marinas que nunca habíamos visto. Las tomamos de la cola y las regresamos al mar, aunque con otras nos dimos tiempo para jugar con ellas. Eran unos bichitos de menos de un metro de longitud, de piel negra y amarilla, de cabeza pequeña y escurridizas. Las levantábamos con las manos, las lanzábamos a los charcos dejados por la marea alta de la madrugada y ahí mismo las recapturábamos. Poco después, cuando el juego perdía atractivo, las lanzábamos al mar, su casa.
Ignorábamos mis hermanos y yo que las culebritas marinas esas son tóxicas, altamente tóxicas, que su ponzoña es más potente que la de una serpiente cobra real y que no se ha fabricado todavía un suero contra el veneno de su mordedura.
Cuento esto porque ayer circuló en redes sociales una advertencia acerca de esas serpientes, su alta toxicidad y el peligro que significan si se les manipula. Al aviso lo acompaña una fotografía del animal marino idéntico a nuestras tóxicas de entonces. A más de medio siglo de aquellos días, las tóxicas de las playas han cobrado nueva notoriedad. Están advertidos.