Armando Martínez de la Rosa

Una rapaz en campos de Colima

Apenas había amanecido sobre el cañizo reseco del maizal y todavía las huilotas se desperezaban en los dormideros al pie del cerro a la espera de que el sol tocara la huizachera donde se refugiaron la noche previa.

Un azul temprano clareaba limpio en lo alto, sin nubes, espacioso, propicio al vuelo de las aves del campo. Espero el paso de las bandas de palomas que, preveo, tardarán unos minutos más en aparecer prestas a recoger los granos de maíz tirados en el suelo, caídos en la pizca.

Hay calma en el frescor de diciembre. Ocupo un espiadero que me oculta y a la vez me permite ver a lo lejos y a lo alto en un terreno grande y parejo. Eran los días en que Tato y Latas vivían y cazaban con alegría. Ambos labradores, padre e hija, observaban también al cielo, también esperando, también esperanzados de una buena caza. De los muchos perros de cobro que he tenido, los mejores han sido ellos. Y después de muchos años de su partida, el recuerdo y el cariño por ellos se refuerzan y crecen en la nostalgia, en la añoranza de su compañía. La mirada insustituible de Tato, el vigor del cobro de Latas. No habrá, para mí, otros iguales ni mucho menos otros mejores.

Y así, mirando al cielo, los labradores a mi lado, de pronto cruza el espacio un vuelo de aleteo pausado, elegante, sereno y fuerte. Es un quelele, un ave rapaz que en los campos de Colima ha prosperado. Hoy es mucho más frecuente verlos que hace 20 años. Sus poblaciones crecen. También se les ve en el suelo, hurgando los matorrales por la comida.

Su plumaje pardo cambia a un blanco dorado en el cuello y la cabeza. Es el sello de elegancia que distingue a estos pájaros de recio pico curvo, como el de todas las rapaces, y unos ojos grandes les iluminan la cara. Desde lejos se aprecia la profundidad de la mirada aguda, inquisitiva, poderosa. Son águilas al fin.

El quelele que va cruzando el viento faenó temprano. En sus garras lleva la comida del día, una serpiente que todavía se retuerce sin poder escapar a su destino, a su papel de presa de un bicho que está por encima de ella en la cadena trófica en que unos se comen a otros. El reptil ha comido ratones, lagartijas, ranas para vivir. Ahora, como ocurre a todos los seres vivos, le toca pagar por el alimento que procuró y ganó con esfuerzo. Así es la vida.

Veo el vuelo firme, lustroso, fino, elegante de la rapaz más hermosa -a mi juicio- de nuestros campos. Pasa sobre nosotros –Tato, Latas y el cazador- y los tres observamos el viaje. Quizásel fiambre sea sólo para él, o tal vez tenga pollos esperándolo en el nido, o puede que comparta la serpiente con la hembra y las crías. Supongo que les alcanzará el reptil de más de un metro de largo. Y si no, ya volverá por otras pequeñas bestias, ratones o, con un poco de fortuna, un conejo, una ardilla o una huilota.

Una primera paloma solitaria viene. La dejo pasar de mí. Sé que las parvadas numerosas llegarán pronto. Ella es sólo puntera, anuncio, promesa.

Dos horas más tarde, la mañana ha sido generosa. Tato y Latas se han cansado y después de beber agua reposan a la sombra de un enorme huizilacate. Estoy contento por haber llenado de huilotas el morral, por la serena felicidad de mis perros y agradecido por el espectáculo del quelele cazador.