Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Es un toro bravo y de escasa nobleza. Se ha crecido al castigo, pero embiste de malos modos. Es un Miura del océano y se comporta sin casta, tira gañafonazos ajenos a su divisa. Se llama John, anda saltando barreras, tira a los tendidos y corre en los callejones. Es mala sangre. Nos ha tocado lidiarlo.

John salió al albero el 22 de septiembre y se quedó en los medios, estacionario, cuentan los sabios del tiempo y el clima. Dijeron que iba buscando la querencia y entraría a Chiapas. De pronto, el 23 se acercó a los burladeros y decidió ir más arriba, rumbo a la puerta de toriles. Se movió lento para luego embestir alocadamente entre Oaxaca y Guerrero. Se le doblaron los remos delanteros, cayó a tierra. Cuando todo mundo lo daba por muerto, se irguió, trotó al océano y cobró ánimo y fuerza. Había resucitado.

Se fue caminando pegadito a la barrera, la costa la llaman los meteorólogos. Se detuvo un rato en Acapulco y embistió. El puerto se volvió a inundar más que cuando lo golpeó Otis, otro Miura, bravo el bicho. Hubo derrumbes de los tablados, y agua, mucha agua, un diluvio. Indiferente, John continuó su camino.

Creyeron que entraría de regreso a los chiqueros en el noroeste de Guerrero. Pero el fantasma renacido buscaba otras querencias. Pasó de largo rumbo a tierras michoacanas. Longo el camino. El resucitado fue ahora un gigante, un huracán de categoría III. Tomó vuelo buscando a quién embestir, iba rápido, ciego, furioso.

Voluble, caprichoso, crecido, el 24 volvió a mermar. Dijeron que se había convertido en tormenta tropical. A mediodía caminaba lento, cansado acaso, se deprimió. Tomó aire y volvió al berrinche, rascó la tierra, o el agua de las olas, mejor dicho. Y enfiló de nuevo sin rumbo claro al norte el 25.

Amaneció el 26 de nuevo huracán. Incierto su rumbo, buscaba tierra, chiqueros, salir del ruedo.

Se equivocan quienes interpretan la volubilidad a causa del “cambio climático”. Hablan por hablar. No entienden que son así a veces los ciclones, como los toros bravos. En 2001, el huracán Gil fue y vino, lejos de las costas, hasta casi rendirse aguas adentro. En la agonía, se encontró con la tormenta Henriette, formaron un sistema binario -sí, como les sucede a algunas estrellas, lo mismo que a los óvulos de donde nacen los cuates, porque la naturaleza está hecha de giros, de vueltas, de vibraciones, de atracción de sus elementos-, se convirtieron en un gigante y se fueron a morir ambos, hechos uno solo, a más de 2 mil kilómetros de la costa mexicana, mar adentro.

Uno no sabe a qué atenerse ni con los toros ni con los ciclones hasta que los tiene enfrente, mirándole a los ojos, presto el bicho a la embestida. Y lo supimos apenas ayer, cuando John enfiló a tierra como los bureles descastados tiran a los chiqueros o buscan las tablas. Al menos, no nos ha cornado ni dado una voltereta… hasta anoche. Miura pero descastado, gigante lento, carente de nobleza y al final hasta de bravura, quiero suponer mientras escucho desde hace horas el goteo pertinaz en la noche apacible en apariencia, ya veremos hoy, sábado. Menos mal para Colima… hasta ahora y ojalá así termine la lidia.

Bueno que nos haya dejado agua, porque todavía no completamos el promedio anual después de un año de sequía. Y no, repito, esta vez no es el “cambio climático” -que sí está ocurriendo-. Sucede que lo de prever y pronosticar, con todo y las matemáticas y las isobaras, es oficio difícil, de incertidumbre, con cierto elemento de azar, un poco un volado de merenguero.

Vivimos en el reino de los terremotos, los ciclones, las erupciones volcánicas y los tusnamis, entre las montañas gigantescas y los mares de muchas caras, de volubles humores. Y por esas condiciones, tenemos casa y alimento, trabajo y paisaje, agua y tierra fértil, ríos, bosques, pájaros, venados, conejos, jabalíes, tejones, serpientes y otros bichos. Esta es la tierra nuestra de cada día.

Gracias a John por el agua y, espero, pocos daños.