Armando Martínez Orozco
El diablo promete, seduce, edulcora el momento y arriba con sus pezuñas hasta tu cama. Tiende su lengua y escribe sobre fantasmas, muertos, decapitados, almas trashumantes y hace del vómito una flor en la oscuridad del mediodía. Sus fauces son como amarillentas y carcomidas visitadurías en llamas, ojos vendados, ceguera no por hacerse plena.
Al Diablo se le sigue y se le atormenta, se le divierte, se le entretiene, se le besa las manos y si uno quiere hacerse de su plena confianza, se le penetra entre las nalgas. Al Diablo se le comenta sobre arcángeles desnudos y él los saborea con su plena lujuria, come sus piernitas y te invita a la última cena, donde un tal Iscariote te venderá por unas monedas y el Diablo se encargará de posar encuerado con su gran falo famélico junto a niños africanos, no rubios, pues apetece la hambruna y la hace suya como a una madre. El Diablo sabe cuándo me masturbo, cuando me emborracho y viene a mí con un té de marihuana a calmar mis nervios.
El Diablo hace oscuridad aún en las noches de luna llena y son sus pasos en la azotea, su bramar de cabra entre la montaña con un fusil encapuchado. El Diablo, quien no tomará mi alma, ha hecho de esta tarde un sinfín de tuertos, vencidos, transexuales, rabos de luna y le sigue un ejército armado hasta los dientes con la única finalidad de hacerse del rebaño de ingenuos seguidos por Dios. El Diablo enamora y yo vomito, vomito sobre sus fauces pero para él es cualquier alimento y con la lava de su infierno hace la bienaventuranza de los vencidos. El Diablo es tan hábil, gruñe, rasca las paredes, hiende sus dientes en tus carnes y no hay forma de librarte de él. El Diablo corrompe, soborna, educa y con sus ojos blancos dice la más absoluta de las verdades: «Nada ha de saberse, nunca». Y por ello el Diablo toca a Mozart y es una cantata como de corderos negros dirigiéndose al precipicio y estallan sus cabezas en las rocas y sus restos de mortalidad son trofeos de tanto sacrificio. El Diablo tiene prostitutas en cada calle y ellas besan mi falo y ellas son la clase de hedor más apetecido por Luzbel. El Diablo, el sirviente más hermoso de Dios, ha caído como Job cayera en la desgracia y no sabemos cómo ha de hacerse su imperio lleno de flores marchitas y una que otra alma gimiente. Al Diablo, mi agonía.