Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
En octubre, cuando casi han cesado las lluvias, los campos revientan de verdes. De tanto color que contienen, estallan las flores rojas, amarillas, blancas, azules, violetas, moradas, anaranjadas. Es el contento de la vida que brota otra vez ahora como hace millones de años.
Han llegado los pájaros que cruzan el norte del continente rumbo al sur y vuelan al lado de los residentes, los que se quedan aquí todo el año, toda la vida, las aves de Colima que -dicen los ornitólogos- se dividen en unas 800 especies, desde las marinas hasta las de alta montaña. Excepto el pájaro bobo, al que he visto no más de dos ocasiones en una playa colimense donde parecía extraviado y sin temor a los humanos, todos los demás faenan por la vida con un frenesí que sólo dejan en el sesteo y el sueño.
De los pájaros de Colima, los carpinteros me parecen -con todo lo subjetivo de la apreciación- los más atrabiliarios y hermosos. Los hay grises, con bandas, de copetes rojos, y amarillos, al modo de los loros, más grandes unos que otros. Ignoro cuántas especies habitan los bosques. De pronto, mientras acecho al venado o al jabalí, llegan los carpinteros con su vuelo corto, rápido, que más parece un salto que aleteo. A diferencia de otros bichos voladores, se posa vertical en los árboles. Lanza su frenética metralla: tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac a velocidad tal que simula una descarga de fusil de asalto. Entiendo que con ese martilleo asusta insectos que salen de su escondite bajo la corteza de las ramas o de agujeros que han cavado. Corren para salvarse sin saber que salen a morir en el pico del pájaro que los traga. Eso dura unos segundos y el ave vuela a otro árbol. Nunca he visto uno en reposo.
Luego pasan los loros temprano en la mañana y antes del anochecer. Van por lo alto en parvadas buscando comida o dispuestos a descansar en lo alto de las montañas, según sea la hora del día. En el trayecto, lanzan sus voces desafinadas, parecen gritar como si las cuerdas vocales les fueran a estallar. En la lejanía, se acaba su ruido.
Verde es el otoño del subtrópico y lo sigue siendo el primer mes del invierno colimote. Después, entran en escena las hojas rojizas, ocres, opacas, secándose para caer y volver a la tierra de donde nacieron.
Lo que verde fue ahora es amarillo, gris, blancuzcos algunos troncos de árboles. Abajo, en el sotobosque, se están muriendo los pastos, las hierbas, los arbustos. Simulan que mueren para engañar a la muerte. Se han preparado a resistir en la aridez de los montes a la espera de las nuevas lluvias.
En los relices de los cerros y el lomerío, los defoliados árboles están desnudos. Parecen cadáveres de crucificados, extendidos los brazos a su destino inexorable como clamando clemencia del cielo. Los sostiene la gana de vivir, la silente fe en que volverán las lluvias un día de tantos.
Cuando la sequía ha borrado casi todo lo verde, se muestra otra belleza, la de la aridez. Si lo entiendes, lo captas y lo aprecias. La crujiente resequedad tiene sus artes para engañar a la muerte.
Para el cazador, es buen tiempo. Si acecha, puede ver a cientos de metros. Los espacios se han vuelto más largos, más anchos. Espera observar a la distancia la aparición del venado, mirar cómo se desplaza lentamente, con sigilo, deteniéndose a ramonear las hojas aún comestibles, algunos pastos que rebeldes furtivos insisten en ser verdes, o las bayas que han caído y esperan estómago.
Ni se mueve el cazador, disfruta quieto el momento. Ha preparado ya el arma y calculado en qué momento disparará, si la suerte llega completa y el ciervo se aproxima lo suficiente. Para el novato -que lo fui hace décadas- se inicia entonces una lucha entre la razón y el efecto tembloroso de los borbotones de adrenalina que desplazan el corazón a la garganta y estremecen las manos, los brazos, las piernas que hay que controlar antes de tirar. La aridez muestra el regalo, que no siempre llega a su destino.