Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

1.- En la madrugada fría, los sonidos del monte se perciben con mayor claridad que en el día. ¿Será la luz un distractor que disminuye la percepción de las voces silvestres? ¿O será que uno está más concentrado en la oscuridad que en la luminosidad solar? No lo sé. En cambio sé, por haberlo vivido muchas noches, que la voz de la nocturnidad es hasta cierto punto metálica, como de una campana leve, suave, cercana.

Sin luz, el mundo de la madrugada es más transparente por los sonidos rompiendo los silencios.

Se perciben claros y rotundos las urgencias de las chicharras que auguran lluvia. El frenético berrido de un venado tras las hembras. El vuelo apresurado de los murciélagos que susurran atravesando el inmenso estanque de las oscuridades. Las rocas que se despeñan a veces.

Entre tantos sonidos, unos aportan tranquilidad, calma, reconfortan. Tal el de la lechuza trepada en la rama de un árbol cualquiera. Casi un gorgoreo, forma una curva que parte del primer canto leve que se va elevando para luego disminuir poco a poco y desaparecer. Es como los rebotes de una pelotita ligera, casi un tamborileo discreto. ¿A quién llaman, qué alegrías cuentan, de qué penas está formada su queja? Así canta un rato largo, intermitentemente, durante horas a veces, y luego se calla y se va. Quizá encontró el bocado que necesita o la ha asustado un bicho.

2.- Muchos años hace, reposaba una tarde en mi casa. Por la ventana entró un pájaro raudo, perdido, desorientado. Se posó en una cómoda. Me levante a indagar. Era un tecolote pequeño, del tamaño de una taza cafetera. -Es una cría y ha caído del árbol de mango- pensé con premura.

Decidí ponerlo a salvo, buscar su nido en el árbol y regresarlo a la protección de sus padres. Lo tomé con la mano. Sentí sus garras filosas y fuertes clavándose en mis dedos. Dolía el inesperado saludo. Lo dejé en una caja de cartón. Investigué. No, no era una cría. Era un adulto de una especie que los biólogos llaman tecolotito colimense. Es endémico de la costa occidental del Pacífico mexicano. Su hábitat se extiende tierra adentro por la cuenca del río Lerma. Y abunda en Colima, no como los zanates, pero sí tiene una población estable, alejada del peligro de extinción.

Al día siguiente lo devolví a su ambiente. Lo dejé en una rama del mango. Supongo que volvió a sus quehaceres.

3.- A esos tecolotes no los había visto nunca antes. Acababa de anochecer y esperaba que mi compadre Cándido disparara a un venado. Yo había abatido ya un ciervo grande y pesado por la tarde y lo arrastré con dificultades hasta las cercanías de mi puesto de tiro.

Más abajo, en los altos árboles cercanos al cañoncito a cuya vera me encontraba relajado, fumando un cigarro, escuché el canto alto de un tecolote. Por la voz, era un animal grande. Luego se oyó a otro cercano también. Inesperadamente, uno de ellos vino a posarse en la rama encima de donde me ubicaba. Acostumbrados mis ojos a la oscuridad de la noche, observé su silueta, los picos de plumas que semejan orejas sobre su cabeza. Volvió a cantar. Momentos después, llegó su pareja y se asentó al lado de su compañero. Ambos cantaban y yo disfrutaba de sus voces.

En la ciudad, disfruto del canto de Monserrat Caballé, de Ana Netrebko, María Callas, Linda Rondstat, Elina Garanca, Daniela Romo, Isabel Pantoja, y de las voces de Pavarotti, Andrea Bocelli, Jorge Negrete, Luis Pérez Meza, Fernando de la Mora, Antonio y Pepe Aguilar, entre muchos otros. Esos están a la mano, o al oído, en cualquier momento.

Pero el sencillo, espontáneo, transparente, metálico canto de los tecolotes, lo escuchamos unos pocos privilegiados, unos cuantos locos sin remedio que nos metemos en las noches agrestes de las montañas colimotas nada más por puro gusto.