Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Con frecuencia, cazar exige largas caminatas. Unas transcurren en terreno llano y otras en senderos abruptos, y algunas más, que son las menos, abriendo veredas en el monte agreste.
De vez en vez, el esfuerzo físico es mínimo y los desplazamientos cortos. La regla, sin embargo, es caminar, y mucho.
Aunque fue hace décadas, lo recuerdo con claridad. Ocurrió por estas fechas. Varios amigos -2 de ellos ya cazan en campos celestiales- y yo habíamos ido a Jalisco a cazar venado. Trajimos uno que nos dividimos equitativamente. Retornamos a Colima de madrugada, alrededor de las 4, cansados, desvelados y hambrientos después de 14 horas sin comer. Por ese tiempo, el único sitio para saciar el hambre a esas horas era un famoso carrito de perros calientes afuera de la central camionera, donde hoy es el auditorio municipal. Mientras devorábamos los bocados que nos sabían a manjar, llegó otro amigo cazador, él también vestido con ropa de camuflaje.
-¿Van o vienen?- nos preguntó Toño Cobián, que ya era un muy experimentado cazador a pesar de ser joven como lo éramos nosotros entonces.
-Venimos- respondimos.
-¿Y?- repreguntó en el críptico lenguaje de cazadores.
-Uno- contestamos lacónicos con ese solo vocablo que él entendió perfectamente: habíamos cazado un venado para la cena de Nochebuena, la noche de ese día que estaba en vías de amanecer.
-Apenas voy. Si gustan, los invito- nos dijo. Y comprendimos que iba al venado. Nos volteamos a ver, asentimos con sólo las miradas.
-Permítenos que vayamos a dejar la carne a la casa de cada quien y te acompañamos-.
Quedamos de vernos en un sitio determinado, de donde partimos rumbo al cerro… de nuevo.
Tras una caminata en tierra llana, comenzamos un ascenso de entre 4 y 5 horas en un cerro alto del oriente del valle de Colima. El desenlace lo platicaré otro día. Sólo diré que no resentimos el cansancio de la jornada anterior y por la tarde ya estábamos cada quien en su casa listos para la cena navideña.
Lo cuento porque con el paso de los años y las décadas, las caminatas, ascensos y escaladas de las partidas de caza, y sobre todo los descensos cuando se ha cobrado un ciervo y hay que cargarlo, se han tornado ejercicios fatigosos y a veces extenuantes.
Recientemente, en una cacería de huilotas, caminé unos 3 kilómetros. Es distancia corta, nada de otro mundo. Sin embargo, el terreno era un pastizal hollado por el ganado, de una tierra barrial endurecida como casi una piedra que obliga a cuidarse de meter el pie en uno de los hoyos y a mantener el paso por las veredas de las reses o abrirse camino por donde no las hay. Ese ejercicio sí agota. Por las noches, el cuerpo cobra factura con calambres simultáneos en pies y piernas. Uno queda inmovilizado por el dolor y desea no tanto que el calambre pase, sino que no vaya a temblar en ese momento.
Tras la larga caminata en tal terreno, regresamos mis magníficos amigos Cándido mi compadre, Lalo Cruz y yo al sitio donde dejamos la camioneta. Una sabrosísima carne asada a la sombra de un viejo cuastecomate nos reconfortó tanto como la plática entre nosotros, que es algo que se disfruta con los grandes amigos. Descansamos un rato y por la tarde volvimos al terreno.
Para asumir jornadas como esa, un cazador viejo recurre al único combustible que lo mueve: la inagotable flama de la pasión cinegética. Sin ese elemento, la fatiga se volvería tortura. Y la caza, aunque canse físicamente, es un deleite del alma, un disfrute, nunca un pesar. Tal la razón de que todavía andemos en sus menesteres.