Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Lejos del confort urbano, el cazador disfruta de muchas cosas que los habitantes de la ciudad suelen perderse.

Aunque el fin último de la caza es el abatimiento de la presa, sea un bicho emplumado o de pelo, para comer su carne, no siempre se alcanza el objetivo. A solventar la frustración del revés, ayuda mucho el deleite que los montes dan al cazador. Cazar es mucho más que unos disparos del arma.

Por lo común, madrugar es la primera recompensa. Salir al aire fresco, mirar los astros del firmamento y trasladarse al cazadero es placentero aunque se vaya desvelado. He pasado ocasiones de dormir unas pocas horas porque el trabajo de la víspera se ha prolongado hasta más allá de la medianoche y me he levantado gustoso para ir de caza. No es fácil, pero termina en recompensa. Por ejemplo, observar entre cuastecomates, huizaches y tepames el amanecer mientras bebo una taza de café y fumo un cigarro, en una espera de la hora de entrar al campo donde ha de acontecer la cinegética. En ese lapso, la conversación con los amigos fluye siempre optimista, pensando todos en que la de ese día será de buena jornada. Es un momento gratificante, de relax pleno que la ciudad no da.

Cada quien se deleita según sus propios gustos. A mí me complace ver los árboles gigantescos a la vera del sendero que recorro mientras camino al puesto donde acecharé al venado y al jabalí. Uno de esos colosos es el mojo. Su tronco se eleva a veces a más de 40 metros. Lo sostienen tres raíces ancla tan fuertes que soportan deslaves en tiempo de lluvias, vientos de huracanes, la erosión del aire cotidiano que vuela durante horas y los socavones de animales que bajo ellas se refugian. Árboles de 100 años o más que todavía verdean en el alto follaje y frutecen cada año, cada dos como mucho, para alimentar a ciervos, jabalíes, tejones, ardillas, chachalacas, multitud de especies de pájaros, murciélagos y muchos otros bichos que pagan el vital favor dispersando la semilla de su benefactor.

Penachos de palma real se muestran en las laderas cerriles. En Colima, son árboles absolutamente silvestres. Austeros hasta la frontera con la nada, crecen en suelos severos y hostiles, entre calizas, con apenas el agua de la lluvia, y de sus palapas se elaboran sombreros y otras artesanías. Cuando la canícula los flagela, sólo Dios y ellos saben de dónde sacan fuerza para sobrevivir a la espera de las nuevas aguas del cielo.

Mientras vamos en la camioneta, de vez en vez un venado volando cruza la brecha. Habrá bajado a beber en el arroyo del camino, de esa agua parida por el vientre fortuito y generoso del cerro y corre para difundir el líquido de la vida. Su corriente es poco profunda y sin embargo constante. Cuando los calores han impuesto su lumbre sobre el mundo, el arroyo desaparece a tramos y rebrota más abajo. Parece que se escondiera un poco para tomar un respiro, porque el agua bronca también necesita reposo. Uno puede mantenerse por horas frente a la pequeña cascada que en cualquier desnivel abrupto forma el agua apresurada. Más de una ocasión he recortado tiempo a la caza para bañarme en el líquido impoluto de un arroyo humilde o he bebido por el mero gusto de ingerir la pureza tan escasa en la ciudad.

Semanas atrás, a la espera de un ciervo que nunca llegó porque por esos montes merodeaban los pumas, pase el tiempo entre la lectura a tramos de un libro que me regaló Rodrigo, mi hijo, y observar la fruición con que las ardillas faenan por la vida o escuchando una lluvia única, la caída constante por horas de los frutos de los mojos en privanza.

Fue esa una mañana sin caza, sin siquiera los ruidos de los bichos grandes. A cambio, recibí el regalo de los montes, el deleite de los ojos, el acicate a la imaginación para descifrar cómo se mueve ese mundo verde -a veces no tanto y casi reseco- y de qué modo se las arreglan sus habitantes para nacer, crecer, multiplicarse y morir, en cumplimiento azaroso y feliz de la inexorable ley de la vida.