Armando Martínez Orozco
Muriel pensó mientras dormía en una forma de escaparse del incendio del departamento. Sería por la puerta izquierda o la derecha, no estaba tan segura. Sintió el suelo ardiente como un furor de incendio, como un sosegado calentamiento de sus pies y no hizo sino adentrarse más en su sueño. Imaginó su cuerpo en caída libre desde el ventanal del apartamento y se visualizó cayendo tiernamente com si de una pluma en llamas se tratara. Descubrió la mano de su esposo todavía fría.
-Amor, es momento de que despiertes. Ellos ya están aquí.
Soñó cómo tomaba un sorbo de agua pero sintió la garganta caliente, como si una espada atravesara hasta el estómago y quiso despertarse pero su sueño era demasiado profundo.
-Amor, despierta ya-, dijo entre dientes, mientras hacía un sobreesfuerzo por abrir los ojos.
Soñó cómo apagaba el último cigarrillo y cómo levemente su cuerpo no hacía sino consumirse entre las llamas. Imaginó, además, su cuerpo carcomido por el fuego en un púlpito donde invitaba a todos los asistentes a votar por Mariel. En el sueño, un ojo se le caía mientras todos aplaudían la apertura democrática de Mariel.
-Amor, debemos despertar.
Pero Mariel no hacía sino enredarse más entre las sábanas que se consumían como ceniza entre sus piernas, en sus nalgas y el fuego ascendía hasta el techo de no sé qué material pero ardía.
Pudo despertar Mariel pero no su marido. Después de ahogarlo entre las llamas por un cigarrillo provocado a la orilla de la cama, salió del cuarto y observó a todo el edificio departamental ardiendo. Había concluido su hazaña. Corrió tan fuerte que solo pudo decirse: «Estas llamas arden como mi entrepierna ardía cada noche que te posabas en mí»