Armando Martínez Orozco

La importancia del pensamiento único tiene tan poca importancia en la Cuarta Transformación como si usted hablara de un tucán experto en cálculo matemático.

El expresidente Andrés Manuel López Obrador nos dejó bien clara una cosa: los intereses y el pensamiento de la clase política, ciertamente y muchas veces, no responden a las inquietudes y sentimientos del pueblo.

Ellos sueñan con mansiones, viajes a Europa, amistades en Japón, visitas a Cuba sólo para desfogarse y cuando regresaban a su tierra, esto era un infierno.

No el infierno de Luzbel, el cual es benévolo, complaciente y benefactor de quienes se toparon con la ira de Dios. No, estas llamas argumentan sobre un pasado negado a fenecer y un futuro donde la promesa es una patria grande, la cual ciertamente no se ha conseguido.

Obrador recuerda a los indígenas, a los obreros, pero también a los sindicalistas en lucha, a los panaderos, a los profesores, al carnicero y todos ellos no podrán ser olvidados por una simple actitud elitista tomada recientemente por Morena y sus arribistas doctos.

Quizá ellos empiezan a olvidar a quienes forjaron esta nación con la sangre de sus seguidores y las armas de sus fieles (¡Oh, por Dios!) e hicieron calidad democrática pues no podía ser admitida la gobernanza de extranjeros y menos la posibilidad de un partido hegemónico eminentemente autoritario.

Hoy, y todavía indirectamente, empieza a hablarse de México en Italia, Francia y España, para quienes no quieren la desobediencia hacia sus poderosos, el aplauso es velado, como si de una aprobación quedita se tratara.

Pero el problema aquí ya dejó de ser el PRI, partido con la posibilidad de perder su registro como partido político, pero no se asusten, aún hay esperanza para quienes opinan desde el partido y para el partido y no recogen los desengaños del pueblo.

Sería allá por el 2016, cuando visité el estado de Chiapas y me hospedé en un hostal de San Cristóbal de las Casas, no fueron más de 6 meses pero la experiencia de la pobreza extrema cambió para siempre mis perspectivas sobre la vida. Conocí el dolor indígena y su timidez, a los migrantes guatemaltecos y a quienes pretendían su ingreso al zapatismo con profunda ingenuidad pues organizaban obras de teatro para el beneplácito del capitán Marcos y ello a final de cuentas, sólo es una forma de propaganda.

En fin, ahora es muy difícil, sí, difícil, ingresar a las filas de Morena y encontrarse con alguien a quien tenga la experiencia de haber recorrido todas las comunidades y rancherías del país. Quizá ese camino requiere dinero y un empeño inquebrantable de rechazar la riqueza cuando se la consiga.

No estamos contra la generación de riqueza, pero sí del dinero producido mediante la corrupción política, pues enferma al país o a un estado y sus daños son casi tan irreversibles como la creación del socialismo y su última fase, el comunismo.

Tal vez mi discurso parezca contradictorio, pues por una parte rechazamos la generación de riqueza venida desde las élites y, por otra parte, negamos la posibilidad de alcanzar el primitivismo del comunismo ¿Y la salida? ¿Cuál es la salida? Encontrar un centro.

Todo proceso revolucionario lleva consigo la fabricación de violencia, fuerzas encontradas como liberales y conservadores chocan siempre, pero una vez superada esta etapa, debe pensarse en otro objetivo ciertamente contradictorio: la elucubración de riqueza desde la honradez y la reconstrucción de todo aquello rescatable que un día se pensó destruir.

Nosotros sólo somos simples pensadores, periodistas, escritores, intelectuales pero si esto es el humanismo mexicano, necesitamos decirles que ideológicamente Marx nunca dijo:  «¡Eh, ustedes, vayan y hagan la revolución!».

Marx sólo estudia los procesos convulsos del capital y de la revolución francesa pero repetiremos mil veces, inclusive Marx no estaba convencido de ser marxista y somos aún más sinceros, El capital es solo un enorme elogio al capitalismo de mercado. Obrador llegó a declarar: «El problema aquí es que en el antiguo régimen, se enriquecieron con las arcas públicas». He ahí el dilema, donde rechazar la corrupción no debiera ser síntoma de la enfermedad de la pobreza. A final de cuentas, nosotros pero nosotros, sólo tenemos nuestra palabra.