Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Poco a poco, los charcos del amial se fueron agotando. Allá por diciembre, el agua corría por el cañoncito formando estanques y caídas espaciadas y forrando de líquenes las paredes de roca.

Un mes después, al embalsito más ancho se lo había llevado el sol, las plantas de alrededor que bebieron de su generosidad se marchitaban y enfilaban a su destino reseco. Quedaban los charcos de arriba del cañoncito protegidos por la sombra de tepehuajes, peinecillos y otros árboles cuyos nombres desconozco. Aun así, enflaquecían los espejos de agua. Supuse que no durarían mucho tiempo más, cerca de acabarse el líquido debajo de la tierra.

El año previo había llovido poco, de modo que sobrevendría el agotamiento de un ojo de agua que usualmente permanece vivo hasta las lluvias siguientes. La última vez que acudí al lugar a cazar venado, supe en cuanto llegué que esa vez los ciervos irían a beber a otros amiales o al arroyo que todavía fluía cerro abajo. Pero permanecí ahí más por cansancio que por esperanza fundada de que los bichos aparecieran. Era el último día de la temporada. Además, había subido con un cansancio provocado por un error de orientación mío que me hizo caminar una hora y media extra bajo un sol sádico.

Tan poca era el agua que la parvada de chachalacas que había convertido ese sitio en su morada permanente migró en busca de suerte mejor. Sólo las palomas barranqueñas y otros muchos pájaros llegaban a beber. Para ellos, el agua todavía era suficiente. También aparecieron los guerrilleros del bosque, los incansables y divertidos carpinteros, un pitorreal entre ellos, que es el más grande y vistoso entre las especies de tales aves.

Llegada la hora, descendí del cerro. Sólo llevaba la leve herida que un garruño me infligió en el brazo y lo hizo sangrar un buen rato. Llegué caminando a la casa del rancho ya entrada la noche. En el camino encontré a mi compadre Cándido, a quien un mojocuán le había desgraciado -mala cosa- el acecho en otro ojo de agua donde abundaban los rastros de venado.

Así es la caza. Un día generosa y al siguiente es tacaña y burlona. Qué le vamos a hacer.

Tiempo después, habría de observar en una caminata serrana, la sinfonía de las cascadas desbocadas cerro abajo. Paradójicamente, esa corriente se encuentra en la misma zona del ojo de agua seco, por la otra cara de esas montañas colimotas que se alternan una tras otra. En línea recta, estaría a no más de 10 kilómetros un sitio de otro. Pero en la sierra no valen las líneas rectas ni podemos aplicar la Transformada de Fourier que nos allane los obstáculos. Ahí hay que caminar, caminar y caminar sabiendo que los hipotéticos 10 kilómetros bien pueden ser 30 ó 40 por el subir y bajar cerros.

Esa segunda vez no iba de caza, sino invitado a conocer uno de los lugares más bellos de las serranías colimotas. Y allá fui a deleitarme, tomar fotografías, conversar con hermanos, sobrinos y amigos y a disfrutar, al final de la caminata, un desayuno ranchero delicioso y una sobremesa que iba de la información científica de los biólogos y ambientalistas hasta la política de esto y aquello.

De regreso a casa, tomé un baño y dormí varias horas, todavía arrullado por el dulce canto de la tierra que es la voz del agua, el canto de la vida, la hermosa vida.

(Foto de Armando Martínez de la Rosa: Cascada colimota.)