Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

En la vegetación en torno al ojo de agua habita de manera permanente una parvada de chachalacas de unas 10 escandalosas aves. He estado ahí varias veces en cacería de venado al acecho. En esa tarea, las muchas horas de espera permiten observar esta porción de cerro a unos 700 metros de altitud sobre el nivel del mar.

Desconocía que las chachalacas fuesen territoriales y que se reparten con otras parvadas ciertas zonas de la serranía. Ahora hay indicios de tal conducta. He terminado por reconocer a los miembros del grupo y no aparecen de otras parvadas. Esa es una primera inferencia, pues observar una sola banda es insuficiente para concluir que se trata de una conducta permanente. Tampoco me interesa mucho, pues no soy biólogo ni aficionado a la observación de aves. Las veo porque están en el territorio donde cazo. Y antes que cualquier cosa, soy cazador.

Esperar horas al venado, que con frecuencia no se presenta, permite sin embargo observar los movimientos de otros bichos. Es una manera divertida de pasar ese largo tiempo en silencio, con apenas mínimo movimiento corporal y escudriñando el bosque para eventualmente detectar al ciervo, si se le da la gana venir hoy y a estas horas.

Visitantes casi siempre infaltables son las palomas barranqueñas a las que en Colima les llamamos huilotas pedorras. Ignoro la causa de tan despectivo mote. Al alzar el vuelo emiten un ruido peculiar aunque ni siquiera parecido al sonido de una flatulencia. Así les nombramos y qué le vamos a hacer. Esos pájaros se aproximan al ojo de agua caminando y a un cazador novato suelen confundirlo al pisar la hojarasca, un ruido con cierto parecido al del paso del venado. Son precavidas y al menor asomo de peligro vuelan. En una sola jornada, he contado más de dos centenares de ellas.

Arriban muchos pájaros más, unos más tranquilos que otros asaz frenéticos. Cada cual exhibe su lenguaje, sean trinos, cantos intermitentes o gritos cercanos al de los pericos.

Ese día, las chachalacas se movían poco y cantaban menos. Luego vino la ausencia por horas. Supuse que la parvada había salido a comer en otro campo. En cerros contiguos otros grupos lanzaban sus estruendos convocando a reunirse. Horas después, el gran macho emitía un sonido único y persistente, sin respuesta.

El gran macho es el jefe de la parvada que habita en torno al ojo de agua. Es un ave de tamaño mayor que el resto. Su cabeza es oscura y la papada roja intensa. Da la apariencia de fuerza y supongo que la tiene. Salta de una rama a otra, de un árbol al siguiente y continúa lanzando su llamado con cierta angustia conforme pasa el tiempo y él permanece solitario. Imagino que teme por la suerte de su familia. Por fin, los ausentes retornan en grupo, se reúnen con el gran macho y él los guía a un grupo de árboles donde arman barullo, cantan y dejan la impresión de contento. Ha puesto orden, una de sus tareas.

En un rato más, están en el suelo. Corren, se persiguen y el gran macho procura las hembras, que son de cuerpo notablemente más pequeño. Un tanto sorprendidos, dos ejemplares jóvenes optan mejor por ir a beber al ojo de agua. Llegan antes a donde me encuentro. Se posan en las ramas de los árboles a unos 5 metros de mí. Quedo inmóvil y las chachalaquitas me observan curiosas, como si trataran de identificar al bicho ese que soy yo. Supongo que nunca antes vieron a un humano y ni siquiera atinan a adivinar si es o no un ser vivo, un peligro desconocido. Como sigo quieto, se desentienden y van a beber. Luego arriban los adultos sedientos. Precavidos, tímidos, paso a pasito, se acercan a aplacar la sed y se retiran luego caminando. Vuelven a armar barullo, corren, se persiguen, juegan. Comidos y bebidos, ocupan el tiempo libre. Esperarán la tarde guarecidas del sol en los árboles de follaje verde, los menos, porque la mayoría de la vegetación está en receso, ha tumbado las hojas a la espera de las lluvias que habrán de venir un día próximo, como siempre en el ciclo de la vida, la hermosa vida.