Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Cuando una falla de actualización de Microsoft puso de cabeza ayer a la mitad del mundo, me acordé al viejo radio Telefunken que amenizó mi infancia en casa de mi familia.

Las comunicaciones globales mediante Microsoft y otras útiles invenciones derivan de los sistemas informáticos, que a su vez tienen fundamento en la bella ciencia matemática. Con la tecnología derivada de esa ciencia, muchas tareas se han facilitado a partir del microchip en tanto almacén de cantidades gigantescas de datos necesarios para cumplir funciones específicas a alta velocidad. Así, por ejemplo, se puede pagar con una tarjeta de banco, transferir dinero de un sitio a otro, volar aviones, navegar barcos, lanzar cohetes al espacio, calcular la órbita de un planeta, analizar a un enemigo en la guerra o descifrar las claves del sistema de juego de un equipo deportivo adversario, enviar un mensaje de texto cursi y llamar por teléfono sin usar las líneas tradicionales, tomar fotografías y video, leer libros no impresos y hasta maniobrar un auto a distancia o los aparatos electrónicos del hogar sin estar ahí. Y más labores humanas se cumplirán con la inteligencia artificial.

Por eso mismo, la alta fragilidad de tales sistemas es un riesgo permanente que, de cumplirse, altera la vida cotidiana de millones de personas, como ocurrió ayer.

El viejo radio Telefunken de mi familia era -es, porque aún funciona y lo conserva a buen resguardo Gilberto, mi hermano- un aparato voluminoso, de hechura estética, con teclas y botones para sintonizar estaciones radiofónicas y modular el volumen, una bocina enorme al frente, todo eso en una caja de madera fina y rejillas posteriores para -supongo- ventilación.

Bicho jurásico, funcionaba con bulbos, una suerte de focos alargados que al encender el aparato iban poco a poco resplandeciendo más y cuando llegaban a la temperatura necesaria, la magia de la palabra, el canto y la música emergían al ambiente hogareño para alegrarlo.

Niño aún, me asomaba a las entrañas del bicho jurásico con la esperanza de ver a los cantantes pequeñísimos que habitaban dentro. Mi imaginación pueril me había convencido de la existencia de seres diminutos que debían habitar esa prisión, siempre dispuestos a complacer al escucha. Fue difícil revocar mi empecinamiento mágico para entender, años después, cómo funcionaba la radio.

Ahí, en el viejo Telefunken, escuché La hora de los niños, el programa musical para el público infantil de la legendaria XERL de la familia Levy, las cautivadoras radionovelas Kalimán, Chucho el roto y El ojo de vidrio. En la XEW, oía narraciones de partidos de futbol profesional, de las peleas del Púas Olivares y Vicente Saldívar, las corridas de toros por Paco Malgesto y el noticiero de Ignacio Martínez Carpinteyro, poniendo una mano sobre el radio para servir yo mismo de antena, según descubrí.

Había por aquellos años lejanísimos un noticiero al mediodía, apenas después de la transmisión del Ave María, de Schubert, a la hora del Angelus. Se llamaba El pulso del mundo, que frecuentemente daba noticias adversas al recién instaurado régimen castrista en Cuba y que resultarían al paso de las décadas premonitorias del desastre social y económico actual en que tal dictadura sumergió a la isla.

El viejo dinosaurio Telefunken muy eventualmente fallaba. Casi siempre fue por el desgaste de los bulbos. En un taller, se los cambiaban y listo, a andar de nuevo.

Comenzó la declinación cuando aparecieron los radios de transistores para enviar a los anaqueles de la historia de la tecnología el sistema de bulbos. Los aparatos portátiles suplieron con éxito enorme a los radios caseros, tal como ahora los celulares a los teléfonos fijos. Los autos estuvieron equipados con potentes aparatos receptores de las ondas hertzianas. Y finalmente llegó la radio por internet. Y con el microchip, la gran fragilidad de la informática, en la que el error de unos pocos –como ayer con Microsoft y su proveedora de seguridad CrowdStrike- mete en líos a cientos y hasta miles de millones de personas que ven desaparecer su mundo virtual durante para ellas angustiantes horas.

Joya del jurásico, fidelísimo a su dueño, hecho para toda la vida y un poco más, ahí está en casa de mi hermano Beto el viejo Telefunken en reposo de jubilado, sonriendo burlón y guiñando un ojo a la fragilidad tecnológica de nuestros días.