Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Los escuchamos venir desde mucho antes de que arribaran al aguaje. Armando, mi hijo, y yo acechábamos cerca de un ojo de agua en lo alto de la montaña, en un pequeño cañón, venados y jabalíes.
Pese a su juventud, mi hijo aguantó la larga espera y la frustración de los novatos por la reticencia del venado a aproximarse. Pasaba el mediodía y persistíamos. “Mientras no se desespere, aquí vamos a estar”, pensaba yo, conversando con él a veces, en voz baja, comiendo fruta y bebiendo agua o café.
De pronto, cuando todo parecía ser infructuoso, escuchamos el tropel. Por supuesto, no venía un venado, que suele ser todo sigilo. Los arbustos y la zacatera se movieron y los gruñidos se aproximaron. Era una piara de jabalíes, bicho impertinente y escandaloso. Disparamos y Armando hizo rodar un buen ejemplar que se precipitó a la barranquilla. Casi temblaba él por el flujo de adrenalina que recibió. Emocionado, quiso bajar a recoger al bicho. Le dije cómo debía hacerlo y cómo asegurarse de que el jabalí estaba inerte. -Sólo muévelo a la sombra- le propuse. Luego, antes de ascender de nuevo al puesto, me dijo sonriendo -¡Papá, dame un cigarro para los nervios!-.
Mi muy estimado compadre Cándido Cárdenas -compañero de cientos de cacerías desde la juventud- que se encontraba en un puesto más abajo, a unos 200 metros, se comunicó por radio. Decidimos regresar a la casa del rancho. Sentimos largo el retorno por la carga del jabalí, pero felices de la jornada. Era la primera vez que Armando abatía una pieza de caza mayor.
Recordé esa partida porque un buen amigo tuvo la amabilidad de enviarme una fotografía de una pareja de jabalíes o pecaríes de collar, que apareció ayer en los jardines del coto donde vive, en el norte de la ciudad. Entraron, comieron y se regresaron a su ambiente silvestre. Por supuesto, no es un hecho común, pero lo será cada vez más frecuentemente.
Hace unos años, allá por 2006, escribí acerca de cómo los jabalíes estaban cada vez más aproximándose a las zonas urbanas. Para entonces, se habían convertido en una suerte de plaga de ciertos cultivos agrícolas, sobre todo papayeras, por las que los pecaríes tienen al parecer un especial gusto. Varios agricultores nos invitaron a mis amigos y a mí a cazar esos bichos que les causaban pérdidas cuantiosas.
En las goteras de la ciudad, donde colindan campo y urbe, otro amigo mío ha padecido incursiones de jabalíes con los consecuentes daños a sus cultivos.
Pronostiqué en aquel Sabbath la entonces futura aparición de los pecaríes de collar en las zonas urbanas. Es un hecho ahora y lo será en los años por venir. Esos bichos se reproducen con facilidad y no tienen época fija ni única de apareamiento, las hembras son preñadas en cualquier mes, a diferencia de las venadas que tienen sólo un celo al año.
Los jabalíes no son peligrosos para las personas, salvo que se vean acorralados y sin salida de escape. Tienden a alejarse de la gente cuando la sienten o la olfatean (su vista no es buena).
Supongo, pero sólo es una suposición, una inferencia, que han proliferado tanto porque en los montes tienen ahora pocos depredadores naturales. Escasos son los jaguares, los pumas y los ocelotes o mojocuanes, sus principales victimarios, aunque también se las ven con los coyotes y ocasionalmente con los perniciosos perros ferales.
La Semarnat, que regatea a los cazadores los cintillos para aprovechamiento de jabalí, debiera reconsiderar su tacañería sin sustento y autorizar cuotas mayores, a fin de evitar una eventual sobrepoblación de pecaríes que devenga en un conflicto mayor con la gente.