Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Días hay que la caza se vuelve fatigante. A veces, lo es porque las distancias a caminar son largas, en terreno abrupto y el cazador ha de llevar diversos arreos que aumentan el peso de la mochila. Suele ser así cuando se ascienden cerros buscando la presa máxima que Colima da: el venado macho adulto.
Si hay suerte, cargar el bicho de regreso después de largas horas de acecho y el ascenso previo, se torna un martirio que se aligera por el contento de obtener la presa. Así ocurrió un cierto día, años atrás, al cierre de temporada, cuando apenas me acomodaba en mi puesto cuando mi compañero M, gran experto, había disparado. Arribamos a la zona de acecho a la una de la tarde. A las 2 ya estábamos en camino de regreso con un ejemplar gordo, pesado. Ni tiempo dio a reponerse del fatigoso ascenso.
En el descenso, con la limpia claridad de la tarde, nos detuvimos a descansar en un ojo de agua entre paredes rocosas. Había tiempo para regresar al pueblo con luz de día. La plática amena se prolongó alrededor de una hora. Cuando retomamos el camino, comencé a sentir dura fatiga y algunos calambres.
Ya en casa de mi gran amigo M, otro reposo. De nuevo los calambres. Temí que al manejar mi camioneta de regreso a Colima volvieran los calambres yendo sobre el asfalto. Conduje despacio. Apenas había guardado la carne en el congelador cuando sonó mi teléfono. Mi amigo llamaba para preguntarme si había llegado bien. –Sí, muy bien. Voy a bañarme, a comer y a dormir- le contesté y le agradecí su preocupación por mí.
Otras formas de fatiga se presentan en terrenos aparentemente sencillos de transitar. Al iniciarse la temporada de huilota, mi estimado compadre Cándido y yo acudimos a un rancho donde nos han permitido tirar. Como ahí crían ganado y con las lluvias recién terminadas, el terreno está llenó de hoyos de pisadas de reses y ocultos bajo un tupido pastizal de estrella africana que crece por estolones, es decir, guías resistentes y largas en que los pies se enredan y fuerzan a las piernas a una marcha dificultosa. Hubimos de tomar un descanso a la sombra cuando terminamos de disparar. Grande el cansancio a pesar de que la caminata no sumó más de 3 kilómetros contando la ida y el retorno. Parecía una caza simple. No lo fue.
Antes de que el ascenso al cerro de La Cumbre se tornara en ejercicio riesgoso, acostumbraba subir unas 2 veces por semana para entrenarme de cara a las escaladas en la temporada de venado. Digo que se volvió riesgoso ir a La Cumbre porque han ocurrido ahí asaltos, balaceras y agresiones a caminantes. Dejé de ir.
A pesar de que cuando llegaba la temporada de venado había alcanzado un buen estado físico, no evité que el esfuerzo de ir por un ciervo derivara en una “temporada” de calambres, incluso en el puesto de acecho, a mitad de la noche, cuando al mínimo movimiento aparecen los dolorosos “amarrones” de músculos tensados sin remedio.
En las arreadas de venado, el esfuerzo físico es más intenso. Hay que subir la montaña a velocidad para llegar al puesto que el conocedor asigna a cada escopetero. Eso, después de largas caminatas en conjunto. Y apenas pasa, en cosa de media hora, la arreada, a bajar de nuevo o a ascender a un punto más elevado. Son 2 y hasta 3 arreadas en una mañana. Quien no se canse así es un extraterrestre o está destinado a reencarnar en caballo en su próxima vida.
Caminar en un estanque para cobrar patos abatidos es tarea diezmante, agotadora. Generalmente se va con el agua a la cintura y pisando suelo fangoso que se traga el pie y hay que hacer un esfuerzo mayor para desenterrarlo a cada paso. Como suele suceder, termino acalambrado.
Y con todos esos inconvenientes y varios más, ¿para qué seguir cazando a esta edad? Cierto, nadie obliga al cazador. Es puro gusto limpio y claro. Pura pasión por la caza. Qué le vamos a hacer, si así fuimos hechos los discípulos de San Huberto.