Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Cuando se está de caza en los montes y uno se aplica un tanto a observar el suelo, se pueden encontrar objetos extraños, desde guijarros de diversos colores hasta fósiles de decenas de millones de años de antigüedad.

Con un poco de suerte y agudeza en la observación, de pronto se distinguen objetos raros, poco comunes. Se trata, digo yo, un buen premio a la curiosidad, al interés por ver más que animales y vegetales.

Me encontraba en un pasadero de huilotas, a la orilla de un sorgal, desde poco antes del amanecer. Mientras aguardaba por la aparición de las apetecidas aves, me senté en una piedra junto a un tronco que me servía de respaldo. Para entretenerme en la espera, que calculaba de unos 45 minutos a una hora, escarbé la tierra para colocar los pies con cierta comodidad. Y apenas removí un poco de suelo apareció una “piedra” rara, fuera de lo común. La tomé, la limpié cuanto pude y supuse que se trataba de un fósil. Lejos de ser un experto o siquiera medianamente conocedor de tales restos, la forma del objeto me indicaba que no era un guijarro. Lo guardé en la mochila. En mi casa, de regreso, lo lavé y comprobé que era un pedazo de rama fosilizado de unos 10 centímetros de largo y unos 7 de diámetro. Fue el inicio de una pequeña colección que al paso de los años he formado.

La colección se agrandó con unos ammonites que la suerte me trajo. Los ammonites fueron moluscos comunes en los periodos jurásico y cretácico de la Tierra. Tenían una concha en forma de espiral y los hay de diversos tamaños. Se les encuentra con relativa facilidad en los estados costeros.

¿Por qué los encontré a por lo menos 20 kilómetros de distancia del océano, en plena tierra firme? Porque una parte del territorio actual de Colima, más o menos la mitad, se formó cuando por grandes terremotos estas tierras de hoy emergieron del fondo marino para elevarse cientos de metros sobre el nivel medio del mar.

El periodo jurásico del planeta comenzó hace unos 200 millones de años y se terminó hace 145 millones. El cretácico le siguió y ocurrió entre 145 millones y 66 millones de años atrás. Eso significa que mis ammonites datan de ese tiempo.

En otra ocasión, el azar trajo a mí el fósil del colmillo de vaya usted a saber qué bestia prehistórica. Mide 8 centímetros de longitud y casi se le adivina el filo que tuvo. ¿Era de un tiburón, de un dinosaurio feroz? No lo sé.

La imaginación también juega. En lo alto de una montaña cercana al mar, en un paredón de tierra, encontré una oquedad que parecía dejado por una tortuga marina arcaica. Al lado, una conjunto de “piedras” redondas del tamaño aproximado de una pelota de ping pong. Pensé que serían huevos del quelonio fosilizados. Tiempo después, un experto me dijo que las esferas eran formaciones minerales naturales, no fósiles. De todos modos las guardo.

Mi colección de rocas y guijarros -piedras rojas, negras, grises, verdes, amarillas, blancas, cafés- de muy diversas formas ha crecido. Y junto a ellas, tuve la suerte de hallar objetos antiguos que datan del periodo prehispánico. Tengo una piedra que evidentemente fue tallada con exquisito esmero por sus dos superficies y los cantos. Es como un pequeño libro cerrado de 18 centímetros de largo por 10 de ancho, un tanto combado. Me ha dicho un arqueólogo que los antiguos habitantes de Colima usaban esas piedras para tallar y pulir madera. Quien talló esa piedra tenía una mente mezcla de ingeniero y artista, qué duda cabe.

También he encontrado manos de metate y hasta una punta de flecha de obsidiana, con la particularidad de que en Colima no hay esa roca, de modo que tuvo que venir de otra región del país a modo de intercambio comercial. Da la casualidad de que la hallé en un aguaje en que yo acechaba venados. ¿Haría lo mismo en su momento un milenario cazador de arco y flecha?

Ni de cerca soy un coleccionista riguroso, pero me complace reunir tales objetos para mí curiosos que tal vez carezcan de utilidad alguna. Son pequeñas satisfacciones colaterales al placer de la caza y al gusto de salir a los montes.