Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Adjuntas a la caza, los montes proveen de hierbas y frutos a quien desee recolectarlos. Algunos son sabrosas golosinas y otras tienen propiedades medicinales, según la conseja que uno va recogiendo en los pueblos aquí y allá.

Formado en el rigor de la enseñanza escolar urbana y adicto aficionado a las ciencias, usualmente callo, por respeto, cuando en el campo me hablan de los remedios silvestres. Si no está probado en laboratorio, difícilmente acepto los dichos acerca de las propiedades casi mágicas de esta o aquella planta. Con frecuencia, dicen en los pueblos, esto sirve para curar esta y aquella enfermedades, alivia lo mismo una tos que un cáncer o las indigestiones, los dolores de cabeza y mitigan el aporreo después de las andanzas en cerros y senderos. Una planta más anula el efecto tóxico de un piquete de alacrán. Eso me dicen, eso escucho, y guardo silencio. Si acaso, pregunto cómo se ha de utilizar la hierba, la corteza o la raíz de tal planta, sólo por saber.

Tuve un eventual compañero de caza, Josito, que en funciones de arreador recorría los cerros casi como un venado. Conocía senderos, veredas, montañas, aguajes, barrancas y cimas de los alrededores de la diminuta ranchería donde vivía. Un día, llegó descalzo a mi puesto. Llevaba los huaraches en una mano y un machete en otra. Se sentó en una piedra, reparó la correa rota de su calzado rudimentario, talló con fuerza el talón en una roca para evitar la molestia que le causaba una espina que se le había clavado. Llevaba un pequeño manojo de bulbos. -¿Qué es eso, Josito?- -Cebollas del cerro. Son curativas, aunque amargas- me contestó. Luego echó a andar para continuar la arreada de ciervos. Años después, Josito moriría de una enfermedad crónica. Descanse en paz.

Decidí probar los beneficios de la pánicua, un árbol de unos 10 metros de altura que da flores amarillas brillantes que huelen a vegetal tierno y húmedo. La corteza de la pánicua se pone en un recipiente de agua fresca, se deja reposar y se bebe como agua de uso, según una agradable expresión rural. Por ahora, he olvidado para qué sirve.

La raíz de huizache, que huele a impúdica flatulencia, se mastica para anular la ponzoña del alacrán. Nunca la he usado. Pero sí la raíz de la hierba del zorrillo, que conozco bien. Cura la tos más severa. Lo digo porque lo he comprobado en mí mismo. Es difícil de extraer, pero bastan 3 ó 4 pequeños trozos como de un centímetro cada uno, en infusión, 3 veces al día, para sanar. Si no resulta, hay que ir al médico. Entre las raíces o bulbos comestibles destacan por su exquisitez los camotes del cerro, las jícamas silvestres y los tacuacines.

De las frutillas del monte, me gustan las tunas agrias -cuentan que incluso se puede preparar una salsa para tacos con ellas-, los chicozapotes, ciertos higos, las semillas tiernas de huaje, los coyules, las anonas, las ciruelas agrias, los bonetes y los mojos. Estos últimos son drupas del tamaño de entre un nance y un tomate verde pequeño o mediano cuando mucho. Los buenos son los dulces, porque los hay también amargos. Cuando puedo, los recojo del suelo. La pulpa dulce se come, la semilla se lava, se le seca al sol, se le retira la cutícula, se tuesta, se muele con canela también tostada y se prepara en una bebida de sabor suave y profundamente silvestre, como si contuviera la esencia de los montes. Se endulza con un poco de miel de abeja. Y si es de panal silvestre, mejor, pero a ver quién es el guapo que la recolecta. A eso le llaman café de mojo, bebida de gourmandos, privilegio colimense.

De esas cosas maravillosas y muchas más proveen los montes a cambio de nada. Sólo hay que conocerlas y tomarse un rato para ir por ellas.

(Foto de Armando Martínez de la Rosa. Árbol de mojo casi centenario, al que se le han adosado plantas parasitarias que viven en sus ramas.)