Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Casi siempre, el cazador descubre su inclinación a la caza desde la infancia. Sin saberlo, porta los genes que impulsan a un humano a buscar y abatir animales. De niño, se manifiestan en el afán puro y duro que lleva a disparar con la resortera o a lanzar la pedrada con la mano a lagartijos, pájaros y otros bichos silvestres, no para comerlos, sino por el mero instinto emergente.
Si el infante tiene la suerte de que un adulto le enseñe a cazar y le muestre que hay reglas qué obedecer, técnicas qué aprender y a distinguir entre especies cinegéticas y no cinegéticas, pronto se encaminará por sí mismo a la actividad que lo acompañará toda la vida. Y en ese transcurso, comprenderá el uso de las armas de fuego, el arco y la flecha y, en menos casos, las trampas de captura. Alguna vez, por mera casualidad, hasta atrapará un bicho con sus propias manos.
Y sobre todo, aprenderá a apreciar la naturaleza, a disfrutarla no en calidad de visitante o intruso, sino asumiéndose parte natural de ese mundo y comprenderá que selva, monte, bosque, matorral, río, lago, montaña son complemento de la urbe humana con la que constituyen una unidad, nunca son contraparte ni mucho menos contrarios. Será habitante de dos mundos y respetará y amará uno y otro, que para él son sólo uno.
Si en su familia no hay cazadores, lo aprenderá de los amigos, se unirá a jóvenes y adultos más avezados que lo guiarán con gusto. Entre cazadores, he encontrado muchos adultos generosos que desinteresadamente transmiten a los jóvenes los secretos de la buena caza y les enseñan el comportamiento mejor en la práctica cinegética, la ética que no necesita de discursos ni sermones, sino la derivada del amor a la naturaleza salvaje y el interés -egoísta, si se quiere- de conservarla para que haya más qué cazar.
Un ejemplo de ética cinegética. Al cazar un venado macho adulto, viejo incluso, se abre el camino a los machos jóvenes para transmitir sus genes y evitar que los de la edad en declive se perpetúen más allá de lo necesario y lo sano, esto es, atajan una probable consanguinidad en las siguientes generaciones.
Dado el momento, sabrá contenerse y evitar el disparo a un ejemplar inadecuado o a un bicho que no se comerá.
Otro, el límite a la cantidad de ejemplares de cierta especie. Cada año, a territorio mexicano arriban, en otoño, unos 50 millones de huilotas de alas blancas. Cazar únicamente el límite, permite que las bandas se reproduzcan lo suficiente para conservar las poblaciones sanas, tanto por su perpetuación como para evitar el exceso que llega a afectar la economía humana. Hace unos 20 años, productores de sorgo de San Fernando, Tamaulipas, uno de los sitios donde más abundan esas palomas, clamaban por la presencia de cazadores para limitar la sobrepoblación de las aves que les mermaban considerablemente las cosechas. Los cazadores habían dejado de ir a ese lugar porque el narco se apoderó de la zona y los riesgos eran muchos para los tiradores.
Con el tiempo, el cazador aprende a apreciar el ambiente donde lleva a cabo su práctica, conoce árboles y su utilidad, aprecia el sotobosque que pasa de ser obstáculo a su caminar a parte útil de un hábitat. Llega a saber el uso medicinal de unas plantas y a evitar el roce de otras tóxicas como el popular y temido hinchahuevos, que con sólo tocarlo inflama la anatomía del desventurado que lo desconoce.
Así, la buena caza se vuelve rito, mística, actividad también espiritual, y el ambiente donde se practica, una suerte de templo al que se acude respetándolo. Cazar es mucho más que el disparo o el “aquí te pillo y aquí te mato” que algunos legos creen. En ocasiones, y no pocas, se regresa del monte con las manos vacías, pero con la satisfacción de haber retornado a ese mundo de contemplación y de reposo del alma. Como bien lo describió el filósofo español José Ortega y Gasset: más importante que cazar es el estar cazando.