Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Mi tía Josefina vio a la onza saltar el lienzo de piedra con un becerrito prendido entre las fauces. En silencio había llegado el gran gato y huyó en medio del alboroto de las reses que en el corral mugían asustadas por el asalto nocturno bajo la luna llena. Las secundaban los perros alarmados y furiosos.
Desde meses atrás, el felino mantenía en altera a la ranchería de 4 ó 5 casas de cuyos corrales había hurtado chivos, becerros, guajolotes y hasta un perro. A falta de identificación precisa, le llamaban la onza.
No era un jaguar, un puma o un ocelote, era una fantasmal onza que suscitaba el odio enojado de los rancheros que decidieron vigilar para matarla y detener los daños. Durante largas noches, armados con chispetas y pistolas, espiaron corrales, senderos donde vieron huellas y otros rastros y los abrevaderos donde de vez en vez el gran gato bajaba a beber.
Organizaron arreadas por cerros y barrancas, pusieron cebos envenenados y trampas. Nunca la encontraron. Los domingos, días de ir al pueblo a abastecerse de alimentos y arreos de labores del campo, oyeron de pobladores de otras rancherías que allá también la onza les había mermado los rebaños.
La tía Josefina se había ido a vivir con su marido a esa ranchería luego de casarse. A los pocos años, había retornado tempranamente viuda a la casa de la abuela en la ciudad de Colima. Su esposo no sobrevivió a una mordedura de víbora de cascabel a pesar de los muchos remedios con que ella y otras mujeres vecinas intentaron mantenerlo en el mundo.
Nos contaba a mis hermanos y a mí los episodios de la onza y otras aventuras de aquellas lejanías, cuando la capital del estado era una ciudad pequeña, apacible, taciturna, iluminada con unas pocas farolas de vapor de sodio que daban una luz amarilla, cansada, somnolienta. Gozábamos las leyendas.
Mucho tiempo después, cuando mis genes despertaron a la pasión por la caza y los toros, comencé a andar por cerros, barrancas, montañas, valles, lomas. Conocí los 3 grandes ríos y los numerosos arroyos remotos, intocados que los alimentan, escuché a campesinos contar historias de la onza. Tampoco ellos sabían a ciencia cierta qué carajos es una onza, pero coincidían en que era un bicho grande, astuto, feroz y peligroso al que le temían más que al jaguar, al que nombraban tigre, y al puma, cuya identidad para ellos era el león. Al menos en este último caso, coincidían con un nombre popular conocido y aceptado: león de montaña.
Entre cazadores, es ocasionalmente motivo de polémica qué diablos es la onza. Unos dicen que es el puma, otros que el jaguar y algunos más que ni uno ni otro, que es una especie aparte. En esto tienen razón los terceros. En efecto, la onza no es un fantasma ni un mito, aunque sí una leyenda. Pero tampoco es el gato enorme, feroz y sanguinario que ataca al ganado y de vez en vez a la gente.
La onza pertenece a una de las 6 especies de felinos salvajes que habitan en territorio colimense: jaguar, puma, ocelote o mojocuán, jaguarundi, gato montés o lince y el tigrillo, el más pequeño de todos, del tamaño de un gato doméstico y de una piel bellísima similar a la del jaguar y el ocelote. Ejemplares de esas especies he tenido la fortuna de verlos en los montes, con excepción del jaguar. [Recientemente, un jaguar joven fue fotografiado por una cámara trampa en la sierra de Canoas, señal de que el medio ambiente en esa región goza de cabal salud.]
La onza o jaguarundi -su taxón o nombre científico es Herpailurus Yagouaroundi– es un felino mediano, del tamaño de un perro grande, de pequeña cabeza, mirada intimidante, una larga cola casi del tamaño del resto de su cuerpo, ágil, astuto y tímido. Su pelaje va del amarillo claro al café oscuro pasando por varios tonos y matices. Es, como todos los gatos salvajes, fuerte, pero no podría cargar un becerro entre sus fauces y saltar con él un lienzo de piedra, ni atacaría personas. Por lo contrario, huye de la gente, salvo que se vea acorralada. En esas circunstancias, hasta venados han enfrentado a humanos.
De cualquier modo, es placentero escuchar historias de onzas y del animal de uña, como la gente del campo llama genéricamente a cualquier felino salvaje grande. Una plática así, en torno a una hoguera, después de una jornada de caza, es un deleite para quienes gustamos de escapar del asedio urbano.
(Foto de una onza o jaguarundi tomada del muro de Facebook de Álvaro Martínez Spíndola.)