Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Cuando los límites de la ciudad estaban, por el norte, a unas pocas cuadras de la avenida Sevilla del Río, nuestra en ese tiempo recién comprada casa se encontraba a unos 40 metros de un lienzo de piedra que marcaba el lindero entre la urbe y el monte.

Salía por las mañanas a caminar por las calles y en ocasiones ingresaba a los potreros colindantes. En una de esas andanzas, encontré a unos 30 metros de mi casa las claras huellas de un puma sobre tierra polvosa. La afición a la caza me permitía reconocer aquellas marcas. Era frecuente avistar animales silvestres por las calles y los árboles: armadillos, tlacuaches, ardillas, chachalacas, zorrillos, gavilanes, halcones, tecolotes, serpientes e infinidad de pájaros. Con el crecimiento de la ciudad, los límites urbanos están ahora a más de un kilómetro al norte de aquella casa familiar y se ven sólo aves. Las chachalacas, por cierto, han proliferado y su canto escandaloso marca las mañanas.

En los montes, en cambio, he tenido la fortuna de avistar ejemplares de casi todos los felinos -grandes, medianos y pequeños- que habitan Colima. En una aventura cinegética hace muchas décadas en las faldas del volcán de Fuego, mis amigos y yo intentamos bajar al arroyo El Miguelón, sin tener ni remota idea de la enorme profundidad de la barranca por donde transcurre. Por supuesto, nunca llegamos al cauce, sobre todo porque en el tronco de un árbol descubrimos los surcos de las garras de un gran felino, acaso un puma o un jaguar. Seguramente ahí las afiló. Aunque íbamos armados, nos regresamos a territorio más seguro.

Una mañana, Armando, mi hijo, vio saltar un tigrillo (Leopardus wiedii) en un cazadero donde tirábamos a las huilotas. Otro ejemplar de esa especie lo encontramos mi compadre Cándido y yo en una cacería en la misma zona del volcán de Fuego referida antes. Él lo aluzó y me preguntó: -¿Le tiro?-. Y yo: -No, compa, ¿para qué?-.

Recogía en un pastizal huilotillas que había abatido al vuelo cuando levanté la vista y en la brecha cercana observé un animal que creí era un perro. Me miraba fijo. No le di importancia y continué buscando las aves cazadas. Poco después levanté la vista al mismo sitio en la brecha y ahí seguía inmóvil el bicho. Ahora lo miré con más cuidado. Parecía un perro de raza fina y no entendía qué haría en aquellas soledades. A poco, vi sus orejas erectas, su cara chata y dudé que fuese un perro. Le apunté con mi escopeta sólo para verificar. Si fuese un can, se alejaría de inmediato asustado. Pero se quedó observándome unos segundos, dio la vuelta, caminó y se metió en la maleza a la vera del camino.

Más tarde, mi compadre Cándido regresó del sitio donde había tirado, hacia donde se fue el bicho. Y me contó que había visto un puma (Puma concolor) caminando tranquilamente por la brecha. Concordamos en que probablemente era el mismo que había visto yo.

Un día de tantos, más de 30 años atrás, me invitó mi hermano Nacho a la liberación de un lince o gato montés (Lynx Rufus) en las faldas del volcán de Fuego, su hábitat. Los biólogos habían escogido el lugar de la suelta. El felino salió de la jaula de transporte, volteó a mirarnos y emprendió la carrera al monte.

Ocelotes (Leopardus pardalis), un felino de talla mediana y de pelaje parecido al del jaguar, he visto muchos en los montes. Cazan mamíferos pequeños, roedores, cervatillos y venados juveniles, tejones, conejos, serpientes, ratones y en caso de hambre acuciante devoran insectos. También he encontrado algunos cadáveres de estos hermosos gatos, acaso abatidos por cazadores furtivos.

Pocos, en cambio, he visto de la especie Herpailurus yagouaroundi, esto es, jaguarundi u onza. En torno a este bicho largo y de cara hosca, grandes su belleza y elegancia, se cuentan muchos mitos y leyendas siempre atractivas, que dan lugar a polémicas. Es probable que algunos llamen onza al jaguar (Panthera onca) y de ahí provengan las historias de sus ataques al ganado y a personas. Al jaguarundi lo he observado pasando como de rayo por senderos en la montaña o cruzando carreteras asfaltadas.

Al jaguar nunca he tenido el privilegio de verlo en el monte. Espero encontrarlo un día de suerte. Tal vez. Y si puedo, le tomaré una fotografía. Avistar los felinos en su hábitat es fortuna de cazadores y hasta de senderistas, recompensa al esfuerzo fatigoso de andar por cerros, montañas, barrancas y llanuras de este Colima nuestro de cada día que contiene en su diminuto territorio una abundante y más que variada vida salvaje.