Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Para los cazadores, es una monserga tener que abrir y cerrar falsetes en las brechas que llevan a los sitios de caza y otros más dentro de los cazaderos mismos.

Esto es así porque en el campo colimense los predios son generalmente pequeños y las divisiones entre unos y otros abundan en tramos de recorrido breve. Así, quien va de copiloto o alguien que viaje en la caja de una pick up, tiene la ingrata tarea de bajar del vehículo, abrir el lienzo, esperar a que pase la camioneta, cerrar de nuevo el falsete, subir al vehículo resignado a que habrá otro obstáculo más adelante.

Me ha tocado, en un tramo de unos 3 kilómetros, como mucho, abrir y cerrar 7 puertas divisorias. Y qué le vamos a hacer, si uno anda en los montes por gusto, no por obligación y abrir y cerrar falsetes es parte inevitable del trayecto al cazadero. Es regla bien entendida que hay que volver a cerrarlos una vez que pase el vehículo para que el ganado no salga de su confinamiento, salvo que el lienzo esté previamente abierto. Cazadores hay que incumplen esta norma y generan mala fama que terminan pagando justos por pecadores.

A veces, la tarea se vuelve divertida. En cierta ocasión, esperábamos la llegada de nuestro bien recordado amigo René (qepd) ya terminada la jornada cinegética. Aguardábamos al otro lado, por fuera del lienzo. Por fin se aproximó y con mucho trabajo cruzó por debajo de los alambres de púas. Primero, pasó el morral, luego la escopeta y finalmente con esfuerzo se arrastró para salvar el alambrado. Cuando lo vimos, los demás echamos a reír. Ya de este lado, preguntó: -¿De qué se ríen, carambas?- Arturo, que se carcajeaba, apuntó a un lado del lienzo, a unos metros de donde René cruzó. Ahí estaba el falsete abierto por el que, de fijarse, habría pasado como Pedro por su casa. -¿Y por qué no me dijeron?- replicó La Rana. -Porque queríamos reírnos de ti- le contestó burlón Arturo, que en tales menesteres se las gasta solo.

Luego de una buena tirada de huilotas de alas blancas, entramos al moteche en una papayera que ya había sido cosechada hasta exprimirla y le quedaban algunos frutos que los propietarios ya no venden. Entramos por algunos papayos de desecho, aunque buenos todavía para comer. Mi estimado compadre Cándido, que suele ser suertudo, encontró unos aún sazones y grandes, de esos que están por madurar y les llaman rayados por las vetas anaranjadas. Salió a la brecha por el falsete con uno en cada mano. Notó que nos reíamos y entendió la causa: ahí con nosotros, platicando, estaba el dueño de la papayera, que recién había llegado. Mi compadre, al verlo, sólo acertó a decir: -Estaban en el suelo-.

-No hay problema, amigo, llévese otros, si gusta– le dijo el agricultor.

Eso bastó para que entre René y Arturo inventaran después el cuento de que esa frase la dijo al dueño mientras levantaba los papayos y la leche de los frutos sazones le resbalaba por los brazos a mi compadre.

En una brecha rumbo a un buen cazadero, sobre un cancel de metal había un letrero en que se leía: -Tenga cuidado, hay ganado echado en el camino-. Me pareció extraño el mensaje y pregunté la razón. Me explicaron que el ganadero, abusivo, echaba sus animales a ramonear a los potreros ajenos y sin permiso de los dueños. Conchudo el hombre, no quería que se molestara a sus vacas.

Arturo pagó una de tantas una ocasión en que le tocó cerrar un falsete cuando preparábamos el regreso. Lo abrió, pasó la camioneta y con esmero se puso a cerrar de nuevo la puerta. Como era largo y de reciente colocación, el lienzo estaba bien requintado y el falsete duro, le costó trabajo cerrarlo. En seguida, le ató la soga que algunos tienen para que el ganado no lo abra. Desde el vehículo lo observábamos los demás y reíamos. De vez en cuando, a cada carcajada, volteaba a vernos sin entender el motivo del jolgorio. Finalmente, cuando terminó la labor, se dio cuenta: Cerró y fijó bien el falsete, ató bien el pial al poste. Todo listo. Pero él había quedado del otro lado, dentro del predio, encerrado. Tuvo que salir pecho a tierra, como en los tiempos de la milicia, cuando se entrenaba como si fuera a entrar a los marines de Estados Unidos.