Armando Martínez Orozco
A quienes buscan en la novela sólo un espacio de entretenimiento, probablemente estén leyendo mal. La novela construye universos, entra en lo más profundo del alma humana y de la forma más sencilla, nos acerca al dolor de un apostador, a la teoría de la amistad o inclusive a la propia locura de la construcción de la novela: Balzac, Sándor Márai y Pierre Michon. Hablo de El último encuentro, La piel de zapa y Vidas minúsculas.
En la novela, el hombre deconstruye el amor por una mujer a partir de dos hombres enamorados de la misma; un apostador puede pedir cualquier cosa en la piel de zapa y el deseo le será concedido y aun así no se sentirá satisfecho; y Michon se acerca a su propia familia para despreciarla por su inepta cotidianidad, su descocerse en simplonerías y su vida no antes abrumadoramente aburrida.
Hay quienes han visto en el Quijote la historia más risible de la humanidad, donde un ridículo romanticismo encauza a dos aventureros a la búsqueda de la libertad de los pueblos y en ella sólo encuentran tropiezos y excelentes declaraciones sobre la caballería y el valor.
Otros buscarán filosofía, como es el caso de Albert Camus y su texto incomprensible, diatriba del absurdo en el mismo lenguaje, padecimiento de la ridiculez, elucubración de lo bastante sin sentido de la existencia. El extranjero, claro está.
El amor de un hombre por una jovencita a quien apenas le crecen algunas trenzas en el pelo y él la erotiza, la vuelve su objeto de deseo, un hombre mayor regresa a ser un niño y juega a tonterías sólo para conquistar a esa niñita: «Lolita, luz de mis ojos». Nabokov, por supuesto.
Bien dice Taibo II que quien prefiere una cerveza o la televisión antes que un libro, está en todo su derecho. Pero la novela incluye, la buena novela, poesía, ensayo, microcuento y la historia siempre a contemplarse de una vida trágica, de quien pasó sus días de dictadura en la cárcel y al salir, en el aeropuerto, descubre a su mejor amigo de la mano de su esposa. Digamos Primavera con una esquina rota, de Mario Benedetti.
Siempre es tiempo de acercarse a la novela, con cautela, con asombro, como un niño embebido de fantasías, de coraje, de ilusiones y con la idea de no confundir el delirio de la realidad con la ficción.
En Sándor Márai se extraña la vida burguesa que se pierde entre sillones extraños, muros empolvados de una casa amplia, adornos de una mesa que no cesa de recordarnos cuánto hemos perdido y disimulamos nuestra pobreza ante los invitados con ciertos lujos que aún podemos adquirir. La mujer justa, tenga usted.
En dichos casos usted encontrará lenguajes capaces de llevarte a la nostalgia, a soñar con un paraíso perdido, a encumbrarte en una posición de élite donde no hay nada más que ofrecer que una figura humana columbrada en un mundo de placeres económicos que se esfuma.
«Hace falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es casi heroísmo. La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto… el más triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor. Creo que ésa es la verdad. O al menos eso he creído durante mucho tiempo, aunque ya no lo afirmo tan categóricamente porque estoy envejeciendo y me siento fracasado. ¿Que en qué he fracasado? Te lo estoy diciendo, en eso, precisamente en eso. No fui lo bastante valiente para la mujer que me amaba, no supe aceptar su cariño, me daba vergüenza, incluso la despreciaba un poco por ser diferente de mí, una burguesita de gustos y ritmos vitales distintos de los míos; y además temía por mí, por mi orgullo, temía entregarme al noble y complejo chantaje con el que se me exigía el don del amor. En aquellos tiempos no sabía lo que sé hoy… que no hay nada de lo que avergonzarse en la vida excepto de la cobardía, que hace que uno no sea capaz de dar sentimientos o no se atreva a aceptarlos», leemos en La mujer justa.
O qué tal en Lolita: «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-lee-ta: la punta de la lengua recorre tres pasos por el paladar para tocar, a los tres, los dientes. Lo. Lee. Ta. Era Lo, la simple Lo, por la mañana, de un metro ochenta con un sólo calcetín. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores en la línea punteada. Pero en mis brazos siempre fue Lolita. ¿Tuvo una precursora? Sí que la tuvo, sí que la tuvo. De hecho, quizá no habría existido Lolita si no hubiera amado, un verano, a una niña inicial. En un principado junto al mar. ¿Cuándo? Casi tantos años antes de que naciera Lolita como yo tenía ese verano. Siempre se puede contar con un asesino por su elegante prosa. Damas y caballeros del jurado, la prueba número uno es lo que los serafines, los desinformados, simples y nobles serafines, envidiaron. Mira esta maraña de espinas». Si esto no es suficiente dejémonos llevar por mi teoría de la novela que coincide con Borges y su perspectiva sobre la literatura: la lectura es un acto de felicidad y no creo que nunca a nadie se le haya obligado a ser feliz.