Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Quedan pocas. Y de esas pocas, muchas languidecen. A otras las derrumbó el tiempo y sus temblores. Se esfumaron como los vapores del volcán cuando hace viento. No volverán, perdieron el motivo de estar aquí. Fueron un día. De las evanescidas, de vez en cuando aparece una foto que igualmente se está borrando de tristeza.

Las casas de Colima eran grandes, amplias, altos sus muros, de teja de barro sus techos. O de terrado las más finas, con una segunda planta misteriosa si se les veía desde la calle. En sus adentros aconteció la vida, los días felices, las jornadas tristes, borbotearon los amores y los desencuentros, estuvo ahí la muerte a veces, ocurrió el parto comandado por antiguas comadronas, hadas del buen venir al mundo, cuando los niños nacían en la cama materna.

Eran frescas, aunque días hubo cuando se les metían los demonios del verano inexorable, irreverente, burlón, arbitrario. El remedio era sentarse a la sombra portentosa de un mango, de un guayabo generoso, de un limonero compadecido, de un almendro bondadoso. Las mujeres aligeraban las temperaturas con abanicos de mano. Los niños se acercaban a ellas a hurtar migajas de ese viento bendito o se metían en calzones a las grandes pilas de agua a revivir.

-Ya que baje el sol, iremos a misa-, decían las madres devotas a los hijos que preferían jugar con los amigos, pero finalmente acudían al oficio religioso con la promesa de un soborno, una paleta de hielo en el jardín.

Ahora lo sé. Antes lo ignoraba. Las viejas casas fueron resabios de una arquitectura andaluza, con altos y grandes muros de adobe o de ladrillos enormes juntados con una mezcla de tierra, cal, arena, zacate seco y agua. O unidos por mortero cuando el dinero era suficiente. Los temblores -entonces no se llamaban terremotos ni sismos ni muchos menos seísmos- les rajaban los muros con cuchilladas crueles. Luego, las ranuras se rellenaban con cualquier mezcla más o menos improvisada. A esas reparaciones inútiles se les llamaba “tapar el miedo”, los ojos se cerraban a la realidad del siguiente, inevitable, ineludible temblor. Lo sabemos bien: los sacudones de la tierra son parte de nuestra vida colimota y de vez en vez de nuestras muertes.

-Jesucristo redentor, aplaca tu ira y tu rigor- rezaban las angustiadas, suplicantes, fervorosas, dramáticas señoras a mitad del terremoto, hincadas a media calle, los brazos abiertos y el rostro elevado mirando al cielo.

Tales vestigios de arquitectura andaluza debían tener, como tenían, un patio central. Las madres y las abuelas lo llenaban de plantas en macetas para que las mañanas se llenaran de pájaros y de rosas rojas, blancas, amarillas o del color de los duraznos maduros. Yo regaba -tal mi tarea- las que mi abuela materna cultivaba con un cariño apenas inferior al que tuvo por los nietos. Reservaba algunos maceteros a las hierbas finas. Crecían felices la hierbabuena, el orégano, el tomillo, el laurel, la manzanilla, los chiles verdes, el árnica y el estafiate. De ese vergel se surtían las vecinas que acudían a Doña Lupe a pedirle “una ramita de orégano” para el caldo de pollo o unas de estafiate para los dolores de panza o unas hojas de laurel para la carne que cocinaban. Ella se las regalaba con el mismo gusto con que sus flores lanzaban los aromas matinales.

En el corral -porque entonces lo tenían las casas-, el árbol primordial era el limonero cuyo follaje daba sombra y cama sus ramas a las gallinas. Entre la fronda verde oscura de los mangos presumían sus colores de abril los frutos diciendo ¡cómeme! Los guayabos mostraban su cosmos de astros amarillos y los guanábanos subsistían con su rostro de vegetal prehistórico de flores gruesas, olorosas a savia, retorcidas como un hule ancestral que luego eran dulcísimas frutas adosadas a las ramas. ¿Por qué nadie ha pintado en acuarela las flores de los guanábanos?

Se han ido esas casas del Colima viejo. Un día llegó la pandemia de la modernidad, las casas se encogieron, se volvieron tímidas, diminutas y calientes como el sol que las hostiga.

De todo esto me acordé ayer, cuando vi un anuncio de venta de terrenos de 140 metros cuadrados donde se construirán casas.