Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Ni quieta ni silenciosa ni permanentemente oscura, la noche de los montes les regala a los cazadores muchas formas de la luz.
Días atrás, leí en redes sociales -olvidé en qué sitio- que el espectáculo de luces intermitentes de las luciérnagas ha desaparecido en la ciudad. Es verdad, aunque no del todo. En sitios húmedos y en las cercanías de ríos y estanques, así como en calles cercanas a parques y arboledas, en las goteras urbanas, todavía orbitan anárquicos en el aire tales diminutos insectos luminosos.
En las soledades de los montes, cerca de corrientes de agua y pequeños estanques, he tenido el privilegio de observar luces diversas, entre ellas las de la danza verde de las luciérnagas. Y hasta se han acercado a mí atraídas por la brasa de un cigarrillo. Casi al llegar a la lumbre, caen en la cuenta de que ese brillo no es para ellas y se alejan.
Hay otros insectos luminosos. Mientras las luciérnagas emiten luz intermitente por el final de su abdomen, estos otros la contienen fija en sus ojos. Son las saltamatas. Cuando era niño las atrapaba, las colocaba boca arriba y apoyándose en sus élitros daban saltos para colocarse boca abajo. La luz de las saltamatas me parecía melancólica, discreta, cautivante.
Me encontraba cierta noche en un abrevadero al acecho del venado, cuando observé a unos cientos de metros una luz blanca, opaca y leve, en la pared deslavada de un cerro. No entendía el origen. Al día siguiente le pregunté qué era ese fenómeno a un estimado amigo campesino del rumbo. Me dijo que era una pared caliza.
Luces hay que han sobrevivido a larguísimos viajes por el espacio interestelar. Son las de las estrellas. Cuando llegan a nosotros, han recorrido millones y millones de kilómetros después de que el astro de origen la ha lanzado al cosmos.
He visto bólidos cruzar la atmósfera. Uno que pasó cerca de donde me encontraba fue una esfera de luz intensa que me pareció del tamaño de una casa de varias plantas. De brevísimos segundos fue su halo que iluminó la noche como un incendio primigenio.
A veces, he podido observar el brillo efímero de un aerolito cruzando la atmósfera. Algunos les llaman estrellas fugaces. No son tales, sino pequeñas rocas que caen sobre el planeta tras incendiarse al contacto con la atmósfera.
También aparecen los satélites artificiales orbitando la Tierra para servir a las comunicaciones humanas. Espero observar alguna vez el “tren” de satélites del multimillonario Elon Musk. Viajan en fila por nuestros cielos.
Cuando se está en lo alto de las montañas y si hay una carretera cercana, se pueden ver las luces de los faros de los automóviles. A la distancia, parece que se mueven con gran lentitud (Einstein tenía razón). Los acompaña el ruido de los motores que uno los escucha leves, primero, fuertes cuando están frente al observador, y se alejan debilitándose sus gruñidos como tigres heridos en busca de reposo. Los científicos le llaman a ese fenómeno el Efecto Doppler. A mí me aportan una sensación de sosiego.
De todas las luces, la que menos me agrada en las noches de caza es la de la Luna. Al cazador le estorba.
Y la que más espero es la del brillo de los ojos del venado. El más apetecido regalo luminoso de las oscuranas. A eso va uno a los montes.