Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Uno de los deleites de la cinegética, para mi gusto, consiste en escuchar la noche en la montaña. Cuando se caza al acecho y se dedican largas horas diurnas y nocturnas a esperas que a veces se sienten interminables, la atención al entorno es indispensable, pues de la concentración del cazador depende la oportunidad de disparo.
A luz de día, se acude sobre todo de la vista. Sentado cerca de un ojo de agua, junto a árboles en privanza donde los bichos acuden a alimentarse o en el cruce de veredas donde hay rastros de las andanzas de ciervos y jabalíes por donde se desplazan en busca de agua y comida, se ha de permanecer concentrado para ver, en cualquier momento, al animal que se espera. Puede ser que no aparezca, pero hay que sostenerse en vigilancia.
Aun en los momentos para comer, beber o cambiar de posición para evitar la fatiga, los calambres o las dormitadas, el acecho debe sostenerse. ¿Qué tal si el bicho se presenta cuando está uno por tomar el bocado? Mentalmente, se debe prever qué hacer, y con extrema lentitud y riguroso cuidado dejar a un lado el fiambre y tomar el arma, que no debe estar fuera del alcance de la mano.
En la oscuridad de la noche con luna menguante o sin ella, la vista obviamente es imposible. Las criaturas de los montes disponen de muchísimos más bastones en la retina con que aprovechan la mínima iluminación nocturna, la de las estrellas, para guiarse en la negrura. Ellos sí ven; los humanos, no. Entonces, el cazador depende de solamente el oído. Es sentido que en los tiradores viejos se ha deteriorado tanto por la edad como por miles y miles de cartuchos detonados a lo largo de décadas de caza. Como sea, bien limpios, por cierto.
Y mientras el ciervo no aparece, la noche regala una sinfonía de ruidos, algunos se confunden con los del venado, tal el caso del tlacuache o del armadillo, que en ocasiones se acercan tanto al tirador que se les podría tocar con la mano.
Entre los muchos sonidos de la noche, hay uno que es fuente de terror para el cazador. Se trata del que en la hojarasca produce el desplazamiento de las garrapatas cuando forman grupos de cientos de ellas moviéndose en busca de una víctima o un refugio donde podrán esperar hasta 2 años sin comer hasta que pase un ser de sangre y se le adhieran al cuerpo.
Uno es desesperante. Frecuente, molesto, distractor, el ratón de campo se mueve con rapidez removiendo hojarasca, guijarros y ramas. Debe ser veloz, porque lo acechan búhos, serpientes, coyotes y otros depredadores implacables. A un cazador impaciente, lo llega a desesperar el frenesí de las carreras del roedor. Cuando retornan a la madriguera, hay que taparles la entrada con una roca… si es que se la localiza, nada fácil.
Por momentos, rueda un guijarro por allá o cae una rama seca más allá, o llega el espectáculo escandaloso de los tejones. Y en momentos de silencio, pasa el apenas perceptible tecolote cortando el aire con su vuelo. De vez en cuando, a lo lejos aúllan los coyotes y uno espera que sigan su camino poniendo mayor distancia del sitio del acecho.
De los muchos ruidos que he tenido el deleite de escuchar en la noche de los montes, el más desconcertante lo causó el desfile de unos bichos inesperados. Comencé a escuchar el movimiento de la hojarasca sin identificar la fuente. Acechaba cerca de un brevísimo arroyo en lo más alto de la montaña, en un bosque de galería. El sonido era constante y creciente. Encendí la linterna para identificar a los autores y me sorprendí: cientos y cientos de pequeños cangrejos desfilaban cerro arriba cerca de la corriente de agua. ¿Era una migración? ¿Cómo llegaron algún día hasta este lugar agreste en que nadie imaginaría que habitan? ¿Para qué se reunían tantos en un solo peregrinaje? Supuse que se comportaban como las jaibas marinas cuando arriban al estuario y a los manglares para aparearse.
Se alejaban. Un rato más y dejé de oírlos. Ahora estaba listo para escuchar el mejor de todos los sonidos: el de las pisadas del venado acercándose al espiadero.