Armando Martínez de la Rosa

Despacho Político

Vive el mundo tiempo de canalla. La reelección de Donald Trump lo ratifica. La mayoría de votantes del país más poderoso del mundo ha optado por el clásico modelo del demagogo bravucón autoritario, por el hombre carente de principios y de límites éticos, por el sátrapa que asume su voluntad y capricho a modo de máxima y única ley.

Otros iguales a él los vemos en el planeta. Putin en Rusia, Xi Jinping en China, López en México, quienes a su vez encuentran en dictadores menores aliados por naturaleza: Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua, Castro, el hermano, en Cuba.

Dispuestos todos a pasar por encima de quien se atraviese y prestos a disparar, a envenenar -cuestión de usos y costumbres- o encarcelar disidentes.

Todos requieren de eliminar contrapesos: acaparan los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Es la ancha puerta a imponer su voluntad. Un autoritario rechaza cuestionamientos a su conducta y aniquila oposiciones.

Y prometen, prometen a diestra y siniestra, crean con la palabra un mundo imaginario en que el desastre es producto de sus enemigos y sus antecesores y se venden a los ciudadanos en calidad de remedio infalible a todos los males de sus países y más allá. Su discurso señala culpables -los extranjeros, los inmigrantes, los comunistas o los conservadores, según se coloquen en un lado u otro de la demagogia-. La mentira y la calumnia son sus armas recurrentes.

¿De dónde nacen? De la insatisfacción social. Sus votantes encuentran culpables a quienes hay que vencer, someter, bocabajear y desaparecer, lo mismo da si para tal fin acuden a la ley o a la violación de la ley. Son vistos por sus electores como redentores que solucionarán todos sus problemas, incluidos los personales. Un insatisfecho señala siempre a otros de causar su desgracia y le parece imposible ser él mismo el origen y el medio. Su gasolina es la amargura y la frustración.

Trump atribuyó los problemas económicos de Estados Unidos al gobierno de Biden. Sin embargo, los demócratas corrigieron el chiquero financiero en que Trump convirtió a su país en su primer periodo de gobierno.

Los demócratas cometieron un error sustancial. Nunca entendieron que la democracia, las libertades civiles y los derechos humanos son escasamente atractivos a los votantes. Jamás colocaron la economía en la vitrina principal de la campaña. Y antes, hicieron candidato a un presidente, Biden, en ruta de deterioro político y, sobre todo, cognitivo. Demasiado tarde retiraron de la campaña la imagen de la decrepitud. Bien podían los votantes preguntarse: ¿dejarías a tus nietos al cuidado de un abuelo como Biden? Mucho menos el país. Harris tuvo apenas 100 días para una campaña planeada con premura y dirigida a objetivos poco rentables electoralmente. Pagó con la derrota.

Desde el 20 de enero próximo, el país más poderoso de la historia humana será presidido por un autoritario a quien la ley le estorba, un demostrado agresor sexual (años atrás, ahora no), un ladrón de documentos gubernamentales, un evasor de impuestos, reo declarado culpable de otros varios delitos y un instigador a la violencia como ocurrió el 6 de enero de 2021, suficiente esta última conducta para condenarlo por traición a la patria.

De personajes trumpianos se están llenando los gobiernos del mundo. La negra noche tiende su manto, dice la vieja canción mexicana.