Armando Martínez Orozco

Con temple y tranquilidad, bajo una neurosis más bien llamada estrés, uno acude a las salas de redacción con la primicia esperada a salir en primera plana, como un infante no lo haría nunca en su vida, el reportero busca no sólo la novedad, sino también la frescura de la noticia.

Parece un juego de niños, pero es sin embargo una jugarreta donde los adultos juegan a ser políticos, presidentes, militares, policías, artistas y la palabra del entrevistado convierte al periodista en un personaje admirable, digno de la literatura más noble, como dice Juan Villoro, hecha a pesar de la presión.

No sé si hay alguien por aquí que recuerde la magnífica entrevista hecha por don Julio Scherer García al capitán Marcos, donde el mismo anteriormente subcomandante dice que ellos mismos reconocen que un gobierno militar jamás debiera tomar el poder, pues aquello que supera a la razón con las armas es totalmente irracional y no lleva a ningún convenio político, donde la racionalidad es conciliábulo.

La importancia de la palabra debiera superar la mediocridad de la fuerza brutal, pues no se piensa en el periodismo como un  arma sino más bien como un instrumento de lucidez apresurada, pero ante la dependencia del gobierno en turno y el compromiso con la verdad y la claridad, en un afán de formar conciencias críticas capaces de tomar las decisiones más importantes para su estado y su país.

El capitán Marcos le mencionaba a Scherer que ellos en realidad son bastante más mediocres de lo que el Estado consideraba, que sus movimientos no estaban calculados con tanto tino y que en realidad su timing político solo respondía a la desesperación de los indígenas armados de Chiapas.

Son emocionantes las entrevistas y no puede hacerlas cualquiera, como muchos consideran, el arte de preguntar va más allá de cuestionar, implica entrar en un círculo de reflexión con el entrevistado para que él reflexione sobre su quehacer como importantísimo personaje de la realidad mexicana o internacional.

Los gobernantes siempre han sido reacios a dejarse entrevistar por periodistas críticos, temibles, audaces, bien informados y hechos con el amor incondicional por buscar la verdad a pesar de los pesares. En sus tiempos de gloria, Aguilar Camín primero adulaba a Manlio Fabio Beltrones y luego lo cuestionaba con temas durísimos como el de las cárceles mexicanas.

Gracias a Blanche Petrich, periodista de La Jornada, conocí la magnífica e irónica pluma de Manuel Buendía, asesinado por la espalda por investigar las intervenciones de la CIA en México.

Manuel Buendía tenía algo especial en su palabra, y no sólo iba por el análisis político, además intentaba dilucidar lo que sucedería en el futuro y casi siempre era acertada su predicción.

A Manuel Buendía le debo mi gusto favorito por el género de opinión y no por el reportaje de fondo, tan riesgoso en este país, pues no sólo la opinión trata de hacer crítica del quehacer político de los funcionarios públicos, sino que por otra parte se puede filosofar, se puede hablar de ciencia, de vez en cuando se puede incluir la ficción -siempre aclarando, claro, que se hace ficción- y además uno es citado a desayunos deliciosos con los personajes políticos del momento. El problema aquí es que los personajes políticos ya somos los propios periodistas y eso es éticamente inadecuado.

Extraño mucho las salas de redacción pero también la paz con lo cual uno podía expresarse en las dictaduras camufladas del priísmo y no debía uno andar con tientos porque en realidad el régimen no se conmovía con palabritas.

Un buen café, un libro, unos huevos pochados y una sala de redacción donde podíamos burlarnos desde nuestra pobreza -real pobreza económica y reporteril- de todo aquél político que dijera una barbaridad.

Extraño mucho la paz de mi trabajo como periodista y si a confesiones vamos, mi sueño es convertirme en un gran escritor, ya sea poeta, novelista o ensayista.

(Foto: El guerrillero Marcos, entrevistado por Julio Scherer García.)