Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Tenemos los cazadores ciertos privilegios. Son pocos y son importantes, al menos para mí. Me los he ganado en décadas, muchas, de meterme en el mundo agreste, hostil a veces, de estos santos y benditos montes nuestros.

Uno, el primero, es el placer de la caza misma. O para decirlo con una frase del filósofo español José Ortega y Gasset, “el estar cazando”. Tal privilegio lo tenemos todos los cazadores, que por eso vamos de caza y lo disfrutamos. Hay personas a quienes, por este u otro motivo, la cinegética les es indiferente o les desagrada, de modo que no podrían disfrutarla.

Otro es la observación. Para cazar, se debe ser un observador acucioso, interesado en la apariencia del paisaje donde desarrolla la actividad y en el fondo de tal apariencia. Detectar, pongamos por caso, el rascadero reciente de un venado, que es el tallo de un arbusto donde el ciervo macho talla sus astas para desprender el vello que los cubre cuando han terminado de brotarle cada año. Es un indicador de que se está en territorio de la presa. Se observan también las huellas del animal, las camas donde han dormido sobre el pasto, el pelo que han dejado al pasar por un lienzo y las veredas que abren los bichos en su paso frecuente.

Uno más es el paisaje. A mí me causa placer ver árboles añejos, de grandes troncos y altos follajes, gigantes que nacieron hace 50 años o hasta más de un siglo. O la forma en que las raíces anclas de los mojos -otro ejemplo- se aferran a su destino, la tierra honda, para permanecer en pie. Se está ante la silente perseverancia de una entidad vegetal que faena por la vida y se convierte así en fuente de vida ella misma. Pájaros, insectos, reptiles, grandes y pequeños mamíferos viven de ese árbol, como nosotros mismos por el aire que producen, por el agua que propician o por los frutos que regalan.

Un cazador interesado en el paisaje, disfruta tanto de un bosque de encinos como de la austera belleza de una huizachera o un denso retamar, de la imagen de audacia de un bejuco como de las floraciones mínimas de pequeñas plantas que han renacido con las lluvias y en una competencia contra el tiempo intentan asegurar la perpetuación de su especie. ¿Por qué? Pues porque la vida es así y tales sus leyes.

Abrir caminos, encontrar senderos, hallar abrevaderos, descubrir amiales a donde los bichos acuden.

A mí me causa placer algo tan simple como escuchar el ruidoso trabajo de un pájaro carpintero, observar la insistencia de su indiscreto oficio, admirar los colores de su plumaje y el copete con que la dulzura de su naturaleza parece hosca y le hace verse como el malandrín del barrio que no es.

Me vi envuelto, muchos años hace, en un río de mariposas verde limón, amarillas casi, de varios kilómetros de largo. Iban ellas volando apenas por encima del suelo siguiendo el camino de terracería como si fuese una ruta inexorable. Eran decenas de miles de seres mínimos de aparente fragilidad y real resistencia. Supuse que se trataba de una migración recién llegada a esta tierra nuestra de cada día, Colima, y yo tuve el privilegio de estar ahí.

He visto emparejarse y libar del amor a humildes tezmos, altivos venados, pájaros diminutos y elegantes halcones, víboras de cascabel y varios otros bichos pletóricos del contento del instante y enardecidos de amor con su pareja, igual que nosotros.

He escuchado voces del monte -en la ciudad, imposibles- atendiendo a una suerte de lenguaje de ramas de altos árboles rozándose entre sí. O al viento nocturno traerme rumores de una procesión de muertos antiguos que pasan indiferentes a mí, ensimismados marchando por un sendero de tierra y rocas buscando su destino, rezando contritos, resignados a la fatalidad de la errancia, tratando de encontrar su porción de eternidad.

Y disfruto -delectable privilegio- sacar de la mochila el bastimento, el agua y el café para comer en silencio, fumar después solo con mis pensamientos, en el espiadero, mientras aguardo al venado que tal vez no llegue esta vez.