Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Paciente, más o menos cómodo, estás como tantas veces a la espera del leve, inaudible casi, paso del venado cuando se acerca a abrevar al charco de agua fresca y transparente que vigilas.
Lo que de pronto escuchas es bien diferente. Es un estruendo de rocas cayendo de una ladera cercana a la barranca por donde el arroyo transcurre. Tratas de ubicar el derrumbe y tienes una idea difuminada del sitio. Se oyó como el tronar atropellado de un montón de camiones que descargan piedras de cimiento. Habrá otro más en el transcurso de la noche en otro punto del cañón. Sucede en donde el suelo de los cerros es flojo, como este donde te encuentras. Un día lejano -infieres- se le agotará la munición a la montaña y trocará a llano, se aplanará, otra será su vegetación. Pasarán siglos para que eso suceda. Ahora, sólo testificas un paso más de las mutaciones frecuentes del ambiente. Sólo esperas que el próximo derrumbe ocurra más allá, no aquí, e imaginas, recuerdas, los enormes monolitos que viste de mañana y aguardan el momento de viajar, de rodar sus muchas toneladas de peso furioso cayendo, arrasando árboles, arbustos, tierra, guijarros, todo. Son como aviones prestos a despegar. Están allá, arriba, a tu espalda.
¿Qué es ese grito agudo en la ladera de enfrente, cerca del filo? Agudo, abierto, lanzado al viento para viajar una distancia larga hasta donde un eventual receptor lo atienda. Luego, minutos después, escuchas el trote descuidado, apresurado, al desgaire, que viene del punto opuesto al emisor, de un ciervo macho requerido por la hembra. Tal el grito agudo y su función. Y ahora no es sólo uno, sino varios los trotes, carreras, de otros machos alebrestados, desesperados por llegar a la dama necesitada de amor. Es la brama, la berrea, la corrida, el tiempo de celo de las venadas. A poco, ya estarán los machos peleando entre ellos por el derecho a montar a la hembra llamadora. Surge entonces la esperanza de que uno de los guerreros baje a beber, fatigado de batallar. Será tu oportunidad de disparar. Puede suceder así o que el ciervo elija otro amial y tú quedes como tantas otras ocasiones con las manos vacías. Así es la caza, una apuesta a lo aleatorio, qué le vamos a hacer.
Por lo contrario, hay levedades, discretas elegancias, ruidos mínimos como de muletas de arte dirigiendo la embestida del toro con suavidad y largueza. A la mitad de la oscuridad, pasa la lechuza. Parte el aire con un soplo audible sólo cuando las alas del bicho sabio están por encima de ti a unos pocos metros. Para cazar el sustento, su golpe al viento es sutil, ha de pasar inadvertido por la presa, acaso un ratón de monte que, inmerso en su faena, sólo sentirá la garra del ave cuando sea imposible escapar. En el planeta salvaje, así transcurre la vida, siempre de la mano de la muerte. ¿Será que una y otra son lo mismo marchando desde diferentes extremos hasta juntarse, como los venados en berrea?
Si la discreción es regla en los montes, hay quienes las rompen, igual que entre nosotros, los humanos. Tales son los tejones de manada, gamberros incorregibles. Su caravana se percibe desde cientos de metros antes de dejarse ver. Rompen ramas, mueven follaje, ruedan guijarros, chillan a veces, el riesgo no les importa. Y como suelen ser muchos, hasta 20 en ocasiones, uno ha de suponer que su agudísimo olfato les ha indicado que en los alrededores están ausentes el puma, el mojocuán, los coyotes, que los consideran una exquisitez. Tienen razón esos depredadores, la carne de tejón es una de las viandas más exquisitas que los bosques regalan.
Y cuando todo calla, en los momentos de calma, el viento se vuelve omnipresente. Es una malcoa de los aires que se dirige, como las líneas paralelas, a un punto infinito. Se mete entre el follaje de los árboles altos y toca una sinfonía cada vez distinta a la anterior, a veces dulcemente nostálgica, o alegre o triste o encendida. Es la vida misma viajando de noche.