Armando Martínez de la Rosa
Sabbath
Pasábamos unos días de campamento mi hermano Nacho y yo en la playa de Melaque y decidimos caminar al roquedal que forma la bahía a mano derecha viendo hacia el mar.
Éramos adolescentes con gusto por los riesgos. Ya un año antes, los dos habíamos nadado en Miramar hasta donde estaban unos barcos que encallaron en el ciclón de 1959 y el mar los corroía lentamente. En el casco de uno se había formado, con la suba de la marea, una suerte de alberca de agua tibia calentada por el sol. Cruzamos nadando la bahía y llegamos a los buques, entramos a la alberca, nadamos ahí un rato, exploramos y volvimos por mar a la playa sin pensar que un bicho marino, un tiburón, por ejemplo, merodeara por ahí.
De niños, nadando en las olas de El Paraíso, tuvimos que salir a cuanto podíamos cuando desde la playa nos hicieron señas de regresar. Obedecimos. Ya a salvo, vimos la aleta de un escualo faenando por la vida atrás de las olas donde nos encontrábamos minutos antes. Cosas que pasan, dijimos.
En otra ocasión, con un poco más de edad, en Barra de Navidad, ambos servimos de “guías” a un par de turistas gringas un poco mayores que nosotros que nos invitaron a cruzar la boca del estero y explorar la “isla” del otro lado. El desenlace es de esas historias que se guardan en la memoria.
En Melaque, nos dio por explorar el roquedal y fuimos caminando. Había un sendero al pie del cerro que bordeaba el mar. Llegamos a la punta y estuvimos un buen rato buceando. El agua era transparente y el fondo marino era atractivo, lleno de bichos: corales, peces, moluscos, de esos que antes abundaban en las playas en el tiempo en que había pocos turistas.
Un rato más tarde, se acercó un bote inflable con un motorcito de esos de agua dulce. Navegaban en las tranquilas aguas dos pescadores con cañas de supermercado, de esas de novatos que no prenden ni chopas.
Lance tras lance, se les atoró en el fondo rocoso un anzuelo. No sabían cómo resolver el problemón. Nos pidieron ayuda. Nadamos unos 50 metros hacia el botecito, nos sumergimos y a unos 6 metros de profundidad les destrabamos el anzuelo. Nos dieron las gracias. Con el cuerpo en el agua, nos sostuvimos con los brazos en la diminuta embarcación mientras platicábamos. Dijeron ser de Guadalajara. Luego, nos avisaron que regresarían a la playa.
En ese mismo momento, desde el sendero en tierra, un hombre nos gritó: -¡Ey, tengan cuidado. Acabamos de ver unos tiburones por ahí- y apuntó a unos 100 metros de donde nos encontrábamos.
Ante el peligro, les pedimos que nos llevaran a unos metros de las rocas. -No nos puede a todos el bote- dijo el que iba al mando.
Sorprendidos, Nacho y yo nos miramos. No alcanzábamos a entender a esos tipos que habíamos ayudado y ahora, ante el peligro, nos dejaban en el mar.
-Pues a nadar- propuso Nacho. –A nadar en ch…- respondí. Y salimos más veloces que nadadores olímpicos. Creo que rompimos el récord mundial de 50 metros. Nos pusimos a salvo en tierra en un instante, aunque al subir por las rocas de la orilla pisamos erizos, ni dolor sentíamos.
Emprendimos la caminata de regreso. En el trayecto, vimos a los “tiburones”. Era una pareja de delfines que el hombre que nos alertó confundió con escualos.
Han pasado muchas décadas desde aquel suceso y todavía, cuando lo recuerdo, suelo pensar: Esos tapatíos del botecito, ¡qué hijos de su rpm! Luego me río.