Armando Martínez de la Rosa

Sabbath

Por razones diversas que no vienen al caso, y contra mi arraigada costumbre, he salido pocas veces al monte en la temporada de caza que lleva ya 2 meses. Usualmente, cuento los días previos al levantamiento de la veda, allá por el Día de la Raza.

Y por otras razones que tampoco vienen a cuento por ser asaz personales, estoy ahora en condiciones de salir con más frecuencia en busca de los bichos. Ahora mismo, el calendario cinegético permite la caza de huilota, jabalí, tejón, conejo, armadillo, chachalaca, pato y ganso. De esos animales, sólo el ganso no reside ni migra a tierra colimota, salvo alguna excepción que ha sucedido por vaya usted a saber qué causas, con ejemplares que acaso hayan extraviado la ruta. No lo sé, aunque he visto al menos uno. Y ya se sabe que si una golondrina no hace verano, un ganso menos hace temporada.

Falta, sin embargo, la especie reina de la cinegética: el venado, que está a pocos días de abrir temporada.

Lo más atractivo de la caza de venado es la dificultad que conlleva. Hay que localizarlo, primero, es decir, ponerse en su hábitat, cosa nada fácil. Si bien se le puede encontrar eventualmente en los llanos, el bicho se remonta a lo alto de las montañas, a los bosques cerrados. Llegar al territorio de los grandes machos demanda esfuerzo físico y tiempo. En ocasiones, la incursión es agotadora.

Vamos a suponer que, al fin, el cazador se ha puesto en territorio de ciervos. Eso no significa ni mucho menos que al llegar los verá correr, saltar y danzar enfrente. Puede ocurrir que -como Salinas- ni los vea ni los oiga. Y si va de la mano con la suerte, a lo mejor los escucha a lo lejos o los observa en la colina de enfrente como una figura diminuta a la distancia y caminando en sentido contrario al del esforzado cazador.

Suele ocurrir, visto desde otra perspectiva, algo peor: que el ciervo se aproxime y vea al tirador antes de que éste lo observe o lo escuche. O que perciba sus humores que el viento le arrima y anda vete con el bicho.

O de plano, la tragedia: el buscado, anhelado, soñado astado se coloca cerca, a rango de tiro, viene el disparo y el cazador falla. Quien haya errado un tiro de esos -no hay venadero sin mácula tal- conoce la sensación de irse hundiendo poco a poco, inexorablemente, en la tierra, de cargar en la espalda la mitad de los astros del firmamento porque se ha cometido un pecado para el que no hay confesión válida ni indulgencia posible… hasta que la siguiente vez se atine el disparo.

Un cazador de venados que se precie de ser auténtico tiene una característica común con todos los venaderos: es persistente, perseverante, insistente, o como dicen en mi pueblo, un necio sin remedio que no entiende razones y volverá una y otra vez a intentar cazar al ciervo. Irá al mismo sitio donde antes no los encontró con la esperanza, más o menos fundada, de que “ahora sí”, una suerte de ley de las probabilidades sin soporte matemático. O cambiará de rumbo, se informará donde hay más oportunidades de encontrarlo, así tenga que caminar horas y horas cuesta arriba por cerros y montañas. Poco importa desmañanarse, desvelarse, desiestarse (valga por no dormir siesta), imponerse privaciones, fatigarse hasta caminar como zombi, comer en el cerro raciones de indigente sacando de la mochila con sigilo de bandido una manzana, soportar calorones de día y fríos torturadores de madrugada, y de vez en cuando acalambrarse en el puesto de tiro por permanecer horas inmóvil, y peor, aguantar el calambre sin una mínima queja. Sólo se le permite un reproche: ¡Carajo, quién me manda andar por estas soledades pudiendo estar confortablemente en mi cama! Y el tal reproche tiene que ser pensado, nunca hablado.

Sabe el venadero que esta obsesión casi enfermiza la comparte con pocos, y entre esos pocos, sus 2 ó 3 amigos que lo acompañan, cada cual padeciendo a su modo la jornada. Bueno, habrá que decir que alguno (aquí, “alguno” significa todos), alguna vez, se duerme un rato, el tiempecito breve en que precisamente le llegó el venado al agua, bebió tranquilo hasta empanzarse y volvió sobre sus pasos al monte espeso mientras el soñador soñaba en un venado gigante. ¡Qué le vamos a hacer, son cosas que pasan!

Hasta ahora, en mi ya larga vida, no he conocido venadero arrepentido. Podrán sus males impedirle trepar cerros, escalar montañas y aguantar las horas del acecho, pero el gusto de lo bailado y la ilusión imposible de subir otra vez nadie, sino la natural muerte, se la ha de arrebatar.

Ahora mismo estoy contando los días faltantes para la apertura de la temporada de venado. De sólo imaginarlo, el corazón se me apresura. ¡Quieto, bandido!